Imperecedero

El legado de los espías


En la autobiografía fragmentada que publicó hace un par de años (Volar en círculos), John le Carré admite que al momento de ingresar al Servicio Secreto británico ya era un experto en muchas de las argucias necesarias para ejercer con éxito el oficio. "El espionaje no me introdujo en el secretismo. La evasión y el engaño fueron las armas necesarias de mi niñez. En la adolescencia todos somos de algún modo espías, pero yo ya era un experto. Cuando el mundo secreto requirió de mí, era como regresar a casa. ¿Por qué fue así?".

La respuesta tiene que ver con el padre del autor, Ronnie, un tunante y timador fenomenal que, para bien y para mal, dejó una impronta imborrable en la vida de Le Carré: "Matarlo fue una preocupación temprana en mí, y ha persistido con mayor o menor intensidad incluso después de su muerte". En varias de sus novelas, Le Carré aborda el tema de cómo deshacerse de una figura paterna conflictiva, y nadie podría culparlo de tal empeño. Motivos le sobraban, como por ejemplo el que sigue: luego de ver un documental en la televisión acerca de la vida de su famoso hijo, Ronnie sintió que Le Carré lo difamaba al no haber mencionado que todo se lo debía a él. Y acto seguido, lo demandó.

El legado de los espías, la más reciente novela de Le Carré, no contiene guiños dedicados al inefable Ronnie, pero la única figura paterna que conoció el protagonista, Peter Guillam, fue la de George Smiley, el entrañable espía que se pasea por nueve de las grandes obras de Le Carré. El padre de Guillam murió cuando él era un niño, y al ingresar a los servicios secretos británicos recibió en cierto modo el padrinazgo de Smiley. Guillam, por lo tanto, participó en la Operación Carambola, una misión compleja, dramática y particularmente sucia que Le Carré desarrolló con maestría en El espía que surgió del frío (1963), tal vez la más famosa de sus novelas.

En un sentido, El legado de los espías viene a ser una suerte de continuación de El espía que surgió del frío, pero no desde el punto de vista argumental, sino desde otro temporal. Han transcurrido casi cinco décadas entre Carambola, operación montada a fines de los años 50, y el presente de la narración: Guillam yace jubilado en su granja en Bretaña y el antiguo edificio donde funcionaban los cuarteles generales del espionaje, que en su momento se caía a pedazos, ha sido reemplazado por una horrible fortaleza moderna a orillas del Támesis. Es lo que él piensa al encaminarse dentro de las nuevas dependencias, tras recibir una inesperada carta que lo urgía a acudir ante sus antiguos patrones.

El asunto es grave: ciertos parlamentarios pretenden desenterrar los pormenores de la Operación Carambola, puesto que, a su vez, los hijos de las víctimas que dejó la confabulación quieren saber la verdad al respecto para obtener la correspondiente indemnización de parte del Tesoro británico. En el presente nadie parece recordar la ferocidad con que se combatió la Guerra Fría, divaga en algún momento Guillam, pese a que, según el decir de "nuestros amigos rusos", "no habrá guerra, pero en la lucha por la paz no quedará piedra sobre piedra".

Considerando que hoy en día el espionaje a cualquier nivel ha vuelto a cobrar una insospechada gravedad, la novela de Le Carré podría interpretarse como un incómodo reflejo del pasado sobre nuestra vida cotidiana. Sin embargo, en lo que a la literatura concierne, el autor utiliza aquí los antiguos procedimientos –imperecederos, por cierto– que lo llevaron a convertirse en el maestro indiscutido del género. La pericia en la construcción de los diálogos, el admirable manejo de la tensión narrativa, la representación humana de personajes dañados y probablemente perdidos, todo bajo el manto pesado de un realismo gris, hacen que este libro, al igual que cualquier otro de Le Carré, sea un documento al que vale la pena clavarle el ojo.

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