Informalidad y castillos de naipes

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Por Carlos Meléndez, académico UDP y COES

Los gobiernos latinoamericanos se han “percatado” de un nivel de informalidad del cual no tenían conciencia de su magnitud, parafraseando al saliente ministro de Salud Jaime Mañalich. La pandemia del Covid-19 ha levantado la alfombra donde los modelos de manejo económico más exitosos escondían sus deficiencias. Hasta antes de develarse las nefastas consecuencias de la informalidad para la convivencia social y económica, aquella era sujeto de narrativas zalameras de diestra y siniestra.

Para los promotores de las políticas de mercado, el trabajador informal ha sido un “empresario”, un pequeño “hombre de negocios”, cuya disputa con la “formalidad” se debe a un Estado elefantiásico que traba las iniciativas cotidianas de millones de emprendedores. Para los postores del proteccionismo estatal, el informal es el más desamparado de la “clase trabajadora”. No obstante, el capital social que desarrolla en su actividad le configura como un actor popular, que pide refundar un nuevo orden social. Evidentemente, en ambos casos, hay una lectura sobreideologizada.

La informalidad es un fenómeno social que no encaja solamente en categorías economicistas ni legalistas. No se puede simplificar a la etiqueta de “clase media emprendedora”, como hace la derecha, ni tampoco reducirla a pobreza, como hace la izquierda. Necesitamos poner los reflectores sobre la dimensión política de la informalidad, pues quienes pertenecen a este conglomerado -ya sea en la base de la pirámide social, ya sea en su segmento medio- tienen en común una agnóstica relación con el Estado y, por lo tanto, con la política.

Son millones las familias latinoamericanas socializadas laboralmente en la incertidumbre del ingreso económico y con una estructura de comportamiento que se encuentra en las antípodas de la institucionalidad. En su horizonte de vida no asoma el Estado: ni uno “ligero”, como promete la prédica neoliberal, ni otro “omnipresente”, como sueña el socialismo. En estas personas, el nivel de desafección estatal es profundo y el endose a proyectos partidarios, casi excepcional. Esta desconexión estructural con el Estado contribuye al crecimiento de las proporciones de incrédulos políticos: quienes rechazan activamente cualquier alternativa (los anti-establishment), o quienes simplemente le han dado la espalda a la política con tenaz indiferencia.

La informalidad es el principal obstáculo para la refundación de pactos políticos y sociales. En parte, la crisis de representación política se sustenta en la expansión de prácticas informales en la esfera pública, como atestiguamos en América Latina. Las consecuencias económicas de la pandemia aumentarán los bolsones de precariedad y con ellos, se alejarán más ciudadanos del ámbito de la confianza estatal, por más asistencialismo que se imponga. Lastimosamente, si no atendemos la dimensión política de la informalidad, los “modelos seductores” seguirán cayendo como castillos de naipes. 

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