La citroneta de mi abuelo



Por Gonzalo Islas, decano de la Facultad de Ingeniería y Negocios de Universidad de Las Américas

Cuando era niño, nuestro auto familiar era una citroneta modelo AX-330, año 1974. Con solo 33 HP de potencia, los días de frío y las subidas eran todo un desafío y más de una vez nos tuvimos que bajar a empujarla. Todavía la recordamos con cariño.

Mi abuelo también tenía una citroneta, pero la suya era distinta, ya que tenía un maletero que simulaba la forma de una pequeña camioneta. Años más tarde, me enteré de que el auto de mi abuelo era especial, un modelo que no existe en ninguna otra parte del mundo. ¿Qué motivó está innovación chilena?

La respuesta es sencilla: regulaciones que hacían que la tasa de impuesto que pagaban las camionetas fuese menor a la de un automóvil, lo que llevó a los fabricantes chilenos a diseñar el peculiar modelo (de hecho, el nombre citroneta viene de la combinación entre Citroen y camioneta).

Esta historia y, más en general, la de la industria automotriz chilena sirve para mostrar los problemas que tiene una política industrial basada en medidas proteccionistas.

Desde fines de los años cincuenta, en el marco de la estrategia de industrialización basada en la sustitución de importaciones, distintos gobiernos promovieron el desarrollo de una industria automotriz en Chile. Para ello, se combinaban altas tasas arancelarias que desalentaban la importación de vehículos ya terminados, con una serie de incentivos orientados a desarrollar la producción local.

De esta forma, proliferaron armadurías, algunas de las cuales no llegaban a producir 30 vehículos al año, ya que el negocio más que en el armado de autos estaba en el acceso a la compra de dólares a precio preferencial que tenían estas empresas. El desarrollo de capacidades tecnológicas era muy bajo, porque la mayoría solo ensamblaba y casi no había uso de componentes locales. Tampoco tenía un impacto relevante en términos de capital humano, debido a que la producción era estacional y, por ende, la rotación en la fuerza de trabajo era alta. ¿El resultado? Cómo indica Arnorld Harberger, en su memorándum sobre la economía chilena, “Mi Ford del 1950, que vale más o menos 500 dólares en Chicago, podría venderse por más o menos 1.600 dólares aquí”.

La apertura comercial llevó a la desaparición de esta “industria”. Al mismo tiempo, esta apertura comercial, primero en forma unilateral y luego vía tratados de libre comercio a partir del retorno de la democracia, permitió no solo el desarrollo de los sectores exportadores, sino que ha sido un pilar fundamental del crecimiento de nuestra economía. De acuerdo a las cifras de la Subsecretaria de Relaciones Económicas Internacionales, las empresas exportadoras generan más de un millón de empleos.

En el programa de gobierno del Presidente Boric se planteaba una política industrial más activa, con un Estado que promueve “la innovación y financie pacientemente iniciativas que catalicen el cambio estructural de nuestra matriz productiva”, cuya iniciativa más visible es la propuesta de creación de un Banco Nacional de Desarrollo.

¿Puede una política industrial activa ser una parte exitosa de la estrategia de desarrollo de un país? Sin duda. ¿Es incompatible el desarrollo de una política industrial activa con una economía abierta al mundo? Para nada.

Lamentablemente, algunas señales hasta ahora son preocupantes. Desde el anuncio de consultas ciudadanas “para recibir propuestas para definir lineamientos que permitan definir una estrategia de política comercial”, a los problemas surgidos en la actualización del acuerdo comercial con la Unión Europea, ya son varios los episodios que parecen señalar un cierto encanto con el proteccionismo en algunos personeros de gobierno. Quizás podamos mirar con nostalgia a las citronetas y también a los televisores ANTU o las radios IRT, pero la nostalgia nunca es una buena consejera de las políticas públicas.

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