La culpa del modelo



La inesperada violencia que reventó en octubre sigue siendo algo sobre lo cual no existe explicación convincente. Teorías hay muchas, la mayoría sin base, algunas muy oportunísticas. Y si bien el fenómeno ha evolucionado en estos 90 días, aún permanece activo y, en gran medida, fuera de control.

La revista The New Yorker, en un interesante ensayo sobre el año recién terminado, entrega una visión global que viene a contradecir la difundida teoría de que, lo que sucede en Chile, es un problema estrictamente local, producto del "modelo de desarrollo" por el que el país optó en los últimos 30 años.

La gran historia del 2019 dice Robin Wright (New Yorker), fueron las protestas que en forma simultánea aparecieron de París a La Paz, de Hong Kong a Santiago, en las más diversas realidades imaginables: democracias, regímenes autoritarios, países pobres, países ricos. Una ola de furia, de dimensiones planetarias. Estas protestas, dice ella, fueron capaces de derribar gobiernos (Bolivia, Argelia) o de forzar a otros a modificar políticas públicas (Francia, China, Chile); todo, en situaciones ampliamente dispares en cuanto a desarrollo económico, cultura, régimen político o modelo de desarrollo.

Los gobiernos han tenido dificultades para enfrentar estos movimientos, Chile no ha sido la excepción. La insurgencia de 2019 presenta algo inédito, diferente a anteriores olas globales (como 1968), en parte por el rol de la tecnología en su capacidad de comunicar y coordinar masas. Los movimientos sociales que han aparecido son líquidos, muy flexibles, sin líderes ni organización formal. Dramáticamente distintos a las organizaciones revolucionarias de los 60 y 70 (FPMR, MIR) que tenían estamentos, jerarquías y estructuras de tipo militar.

Lo que vivimos hoy no es la vía armada, no es guerrilla, no es la "resistencia civil" de Gandhi o Mandela, tampoco es la protesta social de siempre. Es algo diferente, de lo cual conocemos poco. Lo que sí sabemos es que, lo que sea, es global, extremadamente efectivo para desestabilizar gobiernos, y no asociado a ningún "modelo" en particular.

No es mucho más lo que sabemos; sin embargo, suficiente para dudar de que lo que estamos viviendo sea una rebelión contra "el neoliberalismo", como algunos se han apresurado a declarar. Pareciera algo más amplio, quizás más vago, pero bastante más profundo (una "emoción" decía el recordado Ricardo Capponi en seminario reciente), un sentimiento (porque ideología no es) de una generación que rechaza la noción misma del Estado, sus normas e instituciones. El feroz pesimismo y transversal rechazo que mostró CEP, ayer, pueden leerse en esta línea.

Es quizás el preludio de lo que serán los conflictos sociales en el siglo XXI, un desafío global al Estado (al Estado-Nación dice Wright), este logro civilizatorio que hemos construido penosamente durante siglos para poder vivir en comunidad sin destruirnos mutuamente.

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