La delgada línea roja

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Trump no es partidario de la ley que firmó, que calificó de inconstitucional. REUTERS


Desde 2015 las democracias occidentales han sido remecidas por una verdadera marea de populismo. Si tras la segunda guerra mundial América Latina parecía ser tierra fértil para este mal mientras Europa mostraba signo de madurez política, al acercarnos a una nueva década del siglo XXI la situación se muestra más bien pareja: las democracias europeas parecen sucumbir ante proyectos populistas de izquierdas y derechas a lo largo del continente.

Para la centroderecha política que se ha construido en torno a las ideas de una sociedad libre y justa -tras la caída del Muro de Berlín y los socialismos reales-, el resurgimiento del populismo como opción política y el impacto que está teniendo sobre todo en los países desarrollados constituyen un verdadero desafío. Se trata de una verdadera amenaza, tal como lo fueron los totalitarismos durante el siglo XX, aunque sin su connotación sangrienta y dramática.

El populismo del siglo XXI viene con una fuerte dosis de sentimiento nacionalista, una manifestación de un sentimiento antiglobalización que esconde un verdadero temor de las costumbres locales ante el avance de una cultura global. Por esta razón es exitoso en construir un discurso en torno a la identidad, que suele materializarse en una actitud irracional que muchas veces desconoce el aporte, avance o la bondad de los procesos asociados al libre flujo de personas, bienes y servicios. Una crítica que en ciertos casos puede ser justa, cede paso rápidamente a una verdadera negación de los principios de la sociedad libre en materia social y económica, amparada en falsos llamados a recuperar la tradición o a sacrificar la libertad en pos de mayor seguridad.

Otro componente que alcanza notoria visibilidad es la fuerte inclinación al estatismo, que al parecer encuentra como detonante la última gran crisis financiera de 2008. Se levantan banderas de estatización de recursos naturales y empresas estratégicas. Se esgrime como solución a todos los problemas el aumento de regulación y de la intromisión del Estado en la vida cotidiana de las comunidades, arrinconando a la sociedad civil. Así, los fracasos del siglo XX encuentran seguidores en el siglo XXI.

Tras el fin de la Guerra Fría, las centroderechas adoptaron mayoritariamente, aunque con matices, las ideas de democracia representativa, la economía libre, el estado de derecho, la dignidad de la persona y el rol activo de la sociedad civil. El bloque logró depurar exitosamente a los elementos más cercanos al nacionalismo mal entendido, al fascismo y al estatismo. Pero estas vertientes de pensamiento político difícilmente desaparecen del todo, más bien entran en un letargo a la espera de la ocasión propicia.

En tiempos turbulentos y convulsionados como los que estamos viviendo, la ciudadanía dirige su mirada a opciones "rupturistas", a esas figuras que rompen el status quo, a los outsiders. Se busca una alternativa real a la corrección política y a los consensos impuestos por una elite socialdemócrata. Y aquí precisamente radica el gran peligro: el límite de una actitud disruptiva y de cambio es terreno fértil para el populismo. ¿Cabe duda que el discurso populista tiene un acento de ruptura con la situación actual?

No es de extrañar que figuras tan diferentes (en principio) como Macron de un lado, y Trump o Salvini de otro logren capitalizar la molestia de sus compatriotas en victorias electorales. Otro tanto puede decirse del ascenso de Marine LePen y el Frente Nacional en Francia, Steve Bannon y la Alt Right en Estados Unidos, que si bien no resultan vencedores son capaces de correr el eje del debate al interior de la centroderecha, dando paso una profunda discusión por la hegemonía intelectual del sector con repercusiones de gran impacto en la esfera político electoral. Todas ellas capitalizan la molestia con la élite político y social, el llamado establishment.

Estos tiempos serán una prueba de fuego para la centroderecha que se ha forjado a la sombra de la Guerra Fría y de la resolución de este conflicto. Tendencias y corrientes que permanecieron latentes por décadas encuentran una oportunidad de ganar presencia en el debate público. Afortunadamente, las ideas de una sociedad libre y justa son capaces de generar un discurso disruptivo y atractivo para una ciudadanía descontenta con la clase política. Ya lo han sido en los años 80 en el mundo anglosajón y en los años 90 en Europa Continental y América Latina. Solo se requiere poner en movimiento estas ideas una vez más, con el foco en el siglo XXI.

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