La eutanasia no debe ser la primera respuesta

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Todavía hay numerosos efectos para la sociedad, los pacientes y sus familias que no están bien estudiados, por lo que por ahora solo debería considerarse en casos extremos.



Tras la aprobación en general por parte de la Cámara de Diputadas y Diputados del proyecto de ley que permite la práctica de la eutanasia -para estos efectos se refundieron cuatro mociones relacionadas con la materia- se ha abierto en el país un debate de profundas implicancias éticas, sociales y humanitarias, cuya resolución probablemente no será sencilla, considerando las antagónicas visiones que despierta la posibilidad de terminar anticipadamente con una vida.

La sociedad chilena se ha abierto en los últimos años a la posibilidad de la eutanasia. La Encuesta Bicentenario UC, con datos de 2018, mostraba que el 69% de la población favorecía esta idea -en 2012 dicho porcentaje alcanzaba el 52%-, noción que calaba especialmente entre los segmentos más jóvenes y de mayor nivel socioeconómico. Otros sondeos de opinión también han mostrado que prevalece una opinión favorable a esta idea. Pero a partir de estos datos sería equivocado y superficial asumir que una materia tan delicada como ésta se encuentra en los hechos zanjada, bastando su sola consagración en la ley.

Una sociedad moderna, que reconoce al individuo titularidad de derechos y protección a la autonomía de la voluntad, se enfrenta al dilema si en el marco de dicha autonomía es lícito que alguien decida poner fin conscientemente a su vida en la medida que enfrente una enfermedad terminal o una dolencia incurable, con dolor, padecimientos físicos o psíquicos insoportables. Una respuesta cabal a esta pregunta requiere necesariamente haber evaluado en profundidad los efectos que una medida tan extrema como la eutanasia genera sobre el conjunto de la sociedad, pero fundamentalmente sobre los pacientes y sus familias. La experiencia internacional todavía es relativamente escasa como para obtener conclusiones definitivas. Las legislaciones sobre eutanasia comenzaron a surgir después del año 2000, y a la fecha solo seis países en el mundo han aprobado la eutanasia activa; unos pocos contemplan además el suicidio asistido.

En países como Holanda, uno de los primeros en contar con esta ley, las muertes por eutanasia ya representan más del 4% del total de fallecidos -ello da cuenta de que no se trata de casos marginales-, y en su práctica se han podido detectar problemas a la hora de poder precisar bien el consentimiento de los pacientes, así como incidentes con algunos que padecían algún grado de demencia.

Quizás el aspecto más complejo de la eutanasia es que no resulta posible abstraerse de que se está enviando la señal a la sociedad de que la vida en algún momento se puede volver prescindible, lo que tiene implicancias muy de fondo. Es previsible que de permitirse la eutanasia se alimente una suerte de presión social sobre el paciente -pues resulta esperable que algunos prefieran que alguien desahuciado acelere su muerte y que los recursos se destinen a enfermos con posibilidades de vivir-, pero también hará recaer un fuerte peso sobre el propio afectado, quien ante la posibilidad que le dé el Estado de acelerar su muerte podría verse forzado a sopesar si su vida se justifica frente a la carga que su cuidado representa para su familia, ya sea por el costo emocional o económico. Tampoco debería obviarse el impacto psicológico que puede generar en los familiares saber que un ser querido morirá en una fecha determinada.

A la luz de lo anterior, la eutanasia puede ser una alternativa, pero por ahora no debería ser la primera respuesta, sino una opción reservada para casos excepcionales, en que los tratamientos disponibles no sean capaces de controlar el dolor. La sociedad tiene la obligación de asegurar una salida humanitaria que evite tener que recurrir a algo tan dramático como acabar con una vida. Ello no solo implica hacerse cargo de los costos económicos del tratamiento, sino del apoyo psicológico a las familias, fundamental para poder sobrellevar este proceso.

Los cuidados paliativos resultarán entonces fundamentales, considerando que los avances de la ciencia para tratar el dolor y brindar una mejor calidad de vida en fase terminal son relevantes. La OMS ha señalado que de las más de 40 millones de personas que requieren cuidados paliativos en el mundo, apenas el 14% logra acceder a ellos, lo que da cuenta que muchos pueden estar sintiendo que su única vía de escape es acelerar su propia muerte. En nuestro país, si bien la Ley de Derechos de los Pacientes contempla los tratamientos paliativos como una garantía, en la práctica solo están garantizados para los tratamientos oncológicos, dejando fuera inexplicablemente un amplio universo de patologías crónicas.

En abril de 2019, el gobierno presentó un proyecto de ley para hacerse cargo de los cuidados paliativos de la población en situación terminal, en todos los niveles de salud. Está claro que antes de seguir avanzando en una legislación sobre eutanasia, el Congreso debería ante todo centrar sus esfuerzos en que esta legislación vea pronto la luz. En ese marco es perfectamente lícito estudiar el caso de aquellos pacientes en que los tratamientos han perdido toda eficacia, y destinar tiempo para analizar en profundidad todos los alcances que conlleva la eutanasia.

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