La gratuidad: un error de proporciones

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Diversos documentos supranacionales, por ejemplo la Declaración Mundial de la Educación Superior patrocinada por UNESCO, valoran la igualdad en el acceso a la educación superior, pero reconocen también que su financiamiento puede provenir de fuentes públicas y privadas.

Así, por diversas razones, la gratuidad no es obvia. De hecho, no es una garantía de acceso equitativo. En la región latinoamericana, por ejemplo, Chile tiene hace tiempo el mayor acceso de los grupos de menos ingresos a la educación superior. La matrícula neta para estudiantes de los quintiles de ingreso 1, 2 y 3 alcanza un 36,5, 40,9 y 41,1 por ciento, respectivamente. En Argentina, el segundo país con mayor cobertura para los mismos grupos de ingresos alcanza a 28,6, 28,9 y 35,3 por ciento, respectivamente (datos de SEDLAS). Este último país hace mucho tiempo ha tenido una gratuidad extendida. En otros países de la región con un carácter similar, la cobertura es todavía inferior. La escasez de recursos, habitual en el Estado y que se hace más evidente con la gratuidad, no siempre promueve el acceso.

Es difícil, entonces, entender el entusiasmo de algunos con esta política. Sobre todo, cuando hay buenas razones para pedirles a los estudiantes de la educación superior una contribución. Por un lado, son conocidas las debilidades de la educación en etapas anteriores. Es ahí donde las inversiones, particularmente en educación inicial, tienen una rentabilidad social elevada. Por otro, el último "Panorama de la Educación de la OCDE" muestra claramente que los egresados de la educación superior de nuestro país tienen los ingresos relativos, respecto de quienes concluyen la educación secundaria, más altos de las 35 naciones de dicha organización. En Chile los primeros ganan, en promedio, 2,4 veces más que los segundos. En la OCDE es solo 1,6 veces más. Pedirles, entonces, una retribución por el financiamiento de sus estudios superiores parece razonable. Por cierto, no a todos les va bien. Una devolución contingente al ingreso resuelve el problema. Es un camino seguido por muchos países que no tiene gratuidad.

Se podría argumentar que en nuestro país se ha alcanzado un equilibrio con una gratuidad para el 60 por ciento más vulnerable y créditos para los demás estudiantes, pero esa afirmación es discutible. El diseño elegido involucra aranceles regulados bajos y, además, una fijación para los deciles de ingreso 7 a 9. Pareciera que se sospecha de que las instituciones de educación superior desperdician los recursos (es cierto que los estudiantes se demoran demasiado antes de obtener su primer grado, pero ello merece otra consideración). Sin embargo, la publicación de la OCDE antes mencionada sugiere que nuestra inversión por estudiante terciario es un 30 por ciento de nuestro ingreso per cápita, esto es nueve puntos porcentuales por debajo del promedio de los países afiliados a esta organización. El costo en calidad de estas regulaciones, entonces, puede ser significativo.

La política de gratuidad al reemplazar gasto privado por gasto público hace muy difícil, sino imposible, cerrar la brecha relativa de inversión recién aludida. Creo que está quedando claro por donde se está produciendo el ajuste. Las perspectivas de aumento de inversión en investigación y desarrollo son poco auspiciosas. Los fondos para estos propósitos se han ido congelando o están aumentando muy modestamente. La política pública no puede hacer milagros y, aunque resulta obvio a menudo se olvida, los recursos que se comprometen en un ámbito dejan de estar disponibles en otros. La gratuidad es un peso enorme para el desarrollo del sistema de educación superior. En su momento, varios países tuvieron el coraje de abandonarla, ayudando al desarrollo de sus sistemas de educación superior. Hay, por consiguiente, esperanza.

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