La necesidad de una ética republicana para el momento constituyente

Temáticas de la Constitución de la Republica de Chile
16 OCTUBRE de 2015 /VALPARAISO Fotografía de la constitución de la Republica de Chile en el salón plenario del Congreso Nacional. Después que la Presidenta de la Republica anuncio en su campaña el proceso para reformar la Constitución redactada por el régimen de Augusto Pinochet en 1980. FOTO: PABLO OVALLE ISASMENDI / AGENCIAUNO


*Esta columna fue escrita junto a Fernando Muñoz, Profesor, Universidad Austral de Chile.

El proceso constituyente en desarrollo hoy en Chile, aunque largamente larvado, se desató de forma súbita hace poco más de un mes; sin que la clase política ni la ciudadanía estuvieran preparadas para enfrentarlo. De hecho, circunstancias preexistentes al estallido social de octubre de 2019, como la polarización del sistema político y las desigualdades estructurales que subyacen al propio estallido social, dificultan la realización de este proceso constituyente en condiciones de total igualdad deliberativa entre los participantes.

Es conveniente entender el sentido político de esta idea: todo proceso constituyente está envuelto en una paradoja, pues si bien está marcado por la existencia de correlaciones sociales y políticas de fuerza, es un momento para la decisión sobre los valores fundamentales que gobernarán nuestra vida en común. Tener a la vista esta compleja relación que se da entre la fuerza y los valores durante el proceso constituyente nos debe llevar a desarrollar un peculiar tipo de ética; una ética republicana para el momento constituyente.

Hablar de una ética no siempre significa referirse a lo que el sentido común entiende como una moral; la noción de ética también se refiere a los marcos de ideas y actitudes que guían de manera práctica la acción en el espacio público de lo político, teniendo a la vista la relación entre medios y fines. Así lo entendió Max Weber cuando tras el fin de la Primera Guerra Mundial habló de la distinción entre una ética de la responsabilidad y una ética de la convicción. Para Weber, ninguna de las dos suponía una renuncia ni a los valores ni al cálculo racional; la ética de la responsabilidad, sin embargo, estaba consciente de que el fracaso de la política conducía directamente al enfrentamiento más violento, algo que la Gran Guerra había dejado en evidencia para su generación. La responsabilidad a la que llamaba Weber en ese contexto no exigía claudicar de los valores, mucho menos de la racionalidad orientada a realizarlos; por el contrario, era un llamado a la acción orientada a asegurar condiciones objetivas para la paz.

Chile no está en guerra, pero la posibilidad de la violencia se ha actualizado entre nosotros de manera aplastante. En estas condiciones, la normalidad habitual de la política y sus "zonas de confort" debe ser reconsiderada significativamente a fin de hacernos cargo tanto del potencial de este momento como de sus riesgos. La oportunidad de darnos una constitución en democracia a través de procedimientos democráticos, participativos e institucionales es inédita en nuestra historia; y el riesgo de un fracaso en este proceso es que la fractura social se siga ensanchando y se naturalice la violencia como forma de interactuar en nuestra sociedad. Evitar estos resultados es tarea tanto de las autoridades públicas a través del ejercicio de sus atribuciones constitucionales como de los diversos integrantes de la sociedad a través del ejercicio de sus libertades y derechos; todos ellos debieran actuar republicanamente, adoptando actitudes orientadas a incrementar las posibilidades de un resultado exitoso en este proceso y disminuir las posibilidades de su fracaso.

Períodos como los que vivimos hoy requieren esfuerzos excepcionales, y un cambio de las lógicas de participación política que nos conducen en los momentos de política ordinaria. En la normalidad, quienes componemos la sociedad participamos buscando impulsar causas o agendas que, con buenas razones, consideramos se deben visibilizar y priorizar en el debate público, y que van desde la protección del medioambiente y la recuperación de derechos para los trabajadores a la promoción de una democracia paritaria e inclusiva. Es razonable que durante momentos de normalidad política, estas causas exijan nuestra lealtad incondicional y determinen los alineamientos antagónicos de la política. Esto es posible porque, en la normalidad, el marco fundamental para discutirlas se puede dar por sentado, por lo cual nuestro actuar político práctico puede estar legítimamente guiado por nuestras identidades sociales, políticas o ideológicas así como por los intereses materiales que priorizamos y los valores que abrazamos. Sin embargo, frente a la desintegración del marco constitucional, y en momentos en que la sombra de la violencia acecha nuestra sociedad, es necesario transitar desde la política de la identidad a una ética republicana que contribuya al éxito del proceso constituyente.

Es preciso dimensionar adecuadamente lo que está en juego en un momento constitucional como el que vivimos y para eso, comprender en qué consiste la función de una constitución. A fin de mostrar el impacto de la Constitución de 1980 se ha debido insistir en la manera en que el texto constitucional afecta las condiciones materiales de existencia, particularmente en aquello que el discurso político ha llamado "los problemas reales de la gente", entendiéndose por tal principalmente su acceso a igualdad material real: salud, pensiones educación, etc. Esto ha significado a menudo dejar de lado una función más básica y relevante de lo constitucional: la organización del proceso político como marco para resolver nuestras diferencias en forma civilizada, organizada y pacífica, sirviendo como un cauce que canaliza y contiene el proceso político dentro de sus fronteras institucionales y evita el recurso a la fuerza. Este es el problema que la constitución como institución, como artefacto cultural elaborado para hacerse cargo de determinadas necesidades colectivas, viene a resolver en la vida social y política; y como ha quedado establecido tras el estallido social, esta es la función que la constitución agonizante no logra cumplir.

Es importante recordar en estos momentos las enseñanzas clásicas de la teoría constitucional que la Constitución de 1980 deliberadamente ignoró: que las buenas constituciones se caracterizan por su concisión, y se limitan a enunciar unas cuantas normas programáticas en la forma de principios constitucionales y derechos fundamentales y enunciar unas pocas normas dispositivas de diseño institucional. Las buenas constituciones son silenciosas y modestas, inspiran a la ciudadanía y al legislador pero después callan y les dejan hablar. La reglamentación en detalle de las instituciones y procedimientos que dan "vida" a la constitución le corresponde a la política democrática a través del proceso legislativo, y la actuación cotidiana de los valores constitucionales y las prioridades legislativa le incumbe a los órganos administrativos.

Lograr un marco constitucional para el desacuerdo debe ser el fin que oriente nuestras decisiones como actores políticos en este momento constitucional. Nuestras acciones deben estar orientadas republicanamente al objetivo de lograr constituirnos como comunidad política en torno a un nuevo marco que nos permita disputar el poder y ser adversarios. Un nuevo marco que permita canalizar aquello que Jeremy Waldron ha caracterizado como las circunstancias de la política, es decir, el irresoluble desacuerdo que inevitablemente se presenta frente a todo curso de acción, tanto si entendemos la política en su concepción conflictual agonística como si la comprendemos en su concepción dialógica deliberativa.

Comprender esto es imprescindible para desarrollar una ética republicana que contribuya al éxito del momento constituyente: excluir la violencia como forma de imposición de un programa político, ya sea en la forma de una revolución o una dictadura, implica necesariamente la existencia de un marco jurídico-institucional que permita tomar cursos de acción comunes, sin renunciar a nuestros desacuerdos. Será la capacidad de establecer procedimientos de toma de decisiones que nos parezcan razonablemente imparciales, y la lealtad a éstos, lo que permitirá que entremos en un nuevo ciclo político "constituído", más que la adhesión a principios o valores sustantivos que, al ser expresados mediante listados taxativos de políticas públicas cuya aprobación se exige a nivel constitucional, abren nuevas discusiones y desacuerdos y no son capaces efectivamente de solucionar constitucionalmente las condiciones materiales de existencia. Lo que debe hacer la constitución es proclamar algunos principios y derechos fundamentales que le ofrezcan a la política un marco social y democrático para la reconfiguración del estado de derecho y que habiliten a un nuevo legislador democrático a resolver las desigualdades estructurales que hoy fracturan profundamente a la sociedad chilena.

La ausencia de algunos actores sociales puede favorecer correlaciones de fuerza perjudiciales al objetivo de lograr una democratización del estado constitucional chileno y su reorientación en un sentido social. El maximalismo de otros actores puede ser perjudicial al objetivo de lograr un marco fundamental para la canalización del desacuerdo político. El decisivo momento que vivimos, mirado a la luz de una ética republicana, no deja espacio para restarse.

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