La otra cara de la violencia

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La semana pasada hicimos referencia a una de las dimensiones de este flagelo. Fue así que reproché la ambigüedad para condenar la violencia, al punto de no solo tolerarla sino también de alentarla con esta infantil mitificación que se ha hecho de la primera línea; donde saquear, incendiar y destruir -y para qué decir agredir, funar, insultar o cubrirse el rostro- se ha naturalizado como la esencia de la protesta social.

Pero tal como lo adelantábamos, hay otra dimensión de la violencia en las calles y que apunta a la ejercida por el Estado. No me refiero aquí a la violencia que significa excluir, postergar, sacrificar o invisibilizar. Tampoco me refiero a la legítima violencia que, monopolizada en términos institucionales, el Estado debe aplicar para resguardar el orden y la seguridad, como consecuencia del pacto social.

A lo que específicamente quiero apuntar es al reiterado abuso que las fuerzas policiales han ejercido en contra de los manifestantes, especialmente de aquellos que no han protagonizado actos de violencia, en un descontrol, ausencia de profesionalismo y falta de entendimiento de su razón de existir, que además evidencia el desdén y la complicidad de las autoridades políticas durante décadas.

En efecto, alguna vez hice una polémica afirmación cuyo fondo mantengo: el último en realmente controlar a Carabineros fue Pinochet. Los últimos 30 años de democracia han sido un simulacro tan interesado como hipócrita, donde unos hacen como que mandan y otros como que obedecen. Las autoridades civiles han sido incapaces de ordenar, reformar y modernizar a una institución que, fruto de la más total autonomía, devino en una corrupción no solo financiera, sino también operativa y moral.

El que muchas personas crean que el mantener el orden público es incompatible con la protección de los derechos fundamentales es un problema, pero es mucho más grave cuando esa convicción está arraigada en las policías y en varios de nuestros gobernantes, ya que justamente la legitimidad social del uso de esa fuerza estriba en la convicción de que se use para resguardar la seguridad de todos los miembros de la comunidad política, es decir, de los que no se manifiestan como también de los que sí lo hacen.

Puestas así las cosas, enfrentamos un escenario muy complejo: un general director de Carabineros que no es el problema, ya que no manda; una fuerza policial que, aunque en su mayoría honesta y decente, traduce su impotencia e incompetencia en más violencia; una parte importante de la población que se siente más amenazada que cuidada por sus policías; para finalmente devenir en un escenario de ilegitimidad del orden y sus normas, donde se confunden agresores y agredidos.

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