SEÑOR DIRECTOR

La preocupación por la migración y su posible impacto presupuestario, laboral, habitacional e incluso sobre las costumbres reaparece cuando algunos (posiblemente muchos) sienten que alguien más puede beneficiarse indebidamente de vivir en Chile. Primero fueron los peruanos, luego los colombianos y ahora los haitianos. El debate serio, basado en información, evidencia la necesidad de modernizar la legislación, avanzar con mecanismos de protección social a quienes migran e instalar condiciones claras para su contratación. Lo que tenemos es insuficiente y permite todo tipo de precariedades.

El debate basado en mitos niega la información, consolida estereotipos, aumenta ansiedades y refleja incomodidad frente al otro. Pero seamos claros: el otro que incomoda es pobre y negro. Pocas fueron las voces de preocupación frente a la migración española o argentina en épocas de la crisis. El problema no es la migración sino el racismo y el clasismo. Tal vez por muchos años se pensó que Chile era el país más europeo de América Latina; las políticas definían que más que el vecindario lo importante eran los países "like minded" entre los que extrañamente señalábamos a Australia, cuando no Finlandia. Eso ha afectado la visión de lo que somos. Y digo somos, porque pese a ser migrante y mantener mis raíces, soy parte de esta sociedad que valoro por su diversidad.

Para el debate de las percepciones no hay dato que sirva. El proceso será lento y requiere educación en la diversidad, reconocimiento -sin temor- de la importancia del otro, políticas claras y, sobre todo, más espacios de intercambio. Esas son las prioridades reales que afectan a quienes vivimos en Chile y a los que llegarán. Porque si algo es innegable es que los procesos migratorios son imparables en el mundo y Chile hace rato dejó de pensarse como una isla.

Lucía Dammert