La prueba de la injusticia

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Acabamos de conocer los resultados de la prueba de ingreso a la educación superior y, como todos los años, su resultado es expresión de una injusticia evidente: la directa correlación entre el nivel socioeconómico de las familias y el logro académico de los estudiantes. ¿Los hijos de familias con más recursos tendrán más talento o más rigor en el carácter que los de hogares más pobres? Desde luego que no, así como tampoco tienen mayor integridad moral o talento musical, por mencionar otras cualidades.

Este es el gran problema de la política: resolver la injusticia inherente a que el destino de las personas no esté determinado por su talento o su carácter, sino por factores externos que no les son atribuibles, como el lugar en que nacieron o las condiciones familiares que debieron soportar. Mientras para unos esas condiciones son una palanca de progreso, para otros son un lastre muy difícil de vencer. De esto trata también la modernidad, el intento por constituir una organización social que, basada en reglas objetivas, permita a cada individuo desarrollarse en un entorno que provea condiciones esenciales de libertad e igualdad.

¿Qué hacemos con esta injusticia, cómo la resolvemos, les sacamos los patines a unos o les ponemos patines a otros? Si queremos privilegiar la igualdad es más fácil sacárselos a los que “corren con ventaja”; pero si creemos en la libertad y, por ende, en la dignidad del ser humano, hay que hacer el esfuerzo de subir sobre patines a la mayor cantidad posible. La primera opción es una utopía horrorosa, tanto en su tránsito como en su eventual resultado; la segunda, es un esfuerzo siempre imperfecto, pero da lugar a sociedades más exitosas, sostenibles, sanas y finalmente mucho más justas.

Veamos lo que ha pasado entre nosotros: una parte del país -de un tiempo hasta ahora la mayoría- se ha enfocado más en el problema que en su mejor solución; así ha puesto toda su atención en la desigualdad y en los “privilegiados”, a quienes primero reclamó mayor sensibilidad, luego les reprochó que se beneficien de las condiciones que les favorecen, luego les atribuyó generar conscientemente esas condiciones, al punto convertirlos en objeto de resentimiento y, derechamente, de odio. El impuesto a los “súper ricos” es el corolario de esa política de suma cero, disociadora y estéril.

En este camino, el mejor colegio público del país, emblema de las oportunidades y la movilidad social, quedó destruido y ahora es, cuando más, escuela de activismo político. Cualquier teórico del socialismo real diría que es necesario agudizar las contradicciones para forzar el cambio, pero en el camino ya tenemos una o dos generaciones convencidas de que nada vale el esfuerzo, que el éxito es resultado del abuso, que para tener es mejor quitar que producir y que el mejor alumno del curso le debe algo al peor. Esa es la verdadera prueba de la peor injusticia.

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