La última filipinada

(EFE) El Presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, pronuncia un discurso ante trabajadores del transporte hoy, en Manila.


El Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas aprueba una declaración para que se indague lo que está ocurriendo en Filipinas. Nada del otro mundo, habría que reconocer. No hay una condena, ni tampoco se constituye ninguna vigilancia de carácter permanente. Lo que simplemente se hizo fue pedirle al régimen de Duterte que tome todas las medidas para prevenir los asesinatos y las desapariciones forzadas, y que colabore con la ONU permitiendo que sus representantes de derechos humanos visiten el país sin ser intimidados.

A ojos de muchos, se trata de un muy tímido paso, el que a todas luces resulta insuficiente. En los últimos años en Filipinas se han registrado más de 25 mil asesinatos bajo la justificación de la lucha contra las drogas; las que han sido alentadas y justificadas por Duterte, quien -simplemente para graficar la calaña del personaje- aseguró que podría alimentar e incrementar el recurso pesquero de sus mares por la vía de seguir tirando más cadáveres al mar. Con casi 30 ejecuciones extrajudiciales al día, milicias paramilitares y escuadrones de la muerte mediante, asistimos a una verdadera masacre, la que hoy tiene a Filipinas convertida en una suerte de Disneylandia del terror.

Y como si todo aquello no fuera lo suficientemente desalentador, nuestro gobierno nos sorprende con su abstención frente a este acuerdo de la ONU, transformando a la administración de Piñera, y Bolsonaro, en una tristemente célebre excepción al comportamiento de los principales países del continente.

Cuando todavía resuenan los ecos de los grandilocuentes discursos en favor de los Derechos Humanos en Venezuela, lo que celebramos por cierto, pero no así el show montado en Cúcuta; pasando por el bochornoso "cada uno tiene el sistema político que quiera" hacia China; o sin olvidar la declaración con que debutó Prosur, cuyo principal propósito fue limitar las facultades de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y, por esa vía, las de la misma Corte; ahora, lo de Filipinas, es simplemente la culminación de un payaseo vergonzante.

Piñera no solo terminó por dinamitar la última política de Estado que todavía quedaba en Chile, sino peor, ha hecho de nuestras relaciones exteriores un niño símbolo del doble estándar; devaluando la importancia que para nuestro país tienen las democracias y los Derechos Humanos, al punto que todo ahora depende del quién y el por qué. Mientras no exista un consenso tan fuerte como básico, de que ninguna razón justifica vulnerar los derechos civiles y políticos de los ciudadanos -¡ninguna! sea el libre mercado, la igualdad social o lucha contra las drogas- los discursos seguirán siendo vacíos y ciegos a la causa de la dignidad.

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