La universidad no

Frontis de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
Docentes realizaron denuncia por uso de cadáveres en la UC.


Por Roberto Méndez, Escuela de Gobierno UC

En Nueva York, el año pasado, la profesora Laurie Sheck citó en su clase de un curso universitario sobre escritura creativa, la obra de un líder antidiscriminación en que se empleaba la expresión “negro” para referirse a personas afrodescendientes. La profesora, de raza blanca, no usó el término para referirse a alguien en particular, solo lo citó para analizar la obra del autor original. Pues bien, la profesora Sheck fue acusada por algunos de sus alumnos y sometida a un proceso interno en la universidad en que se desempeña desde hace más de 20 años. Finalmente, el fallo determinó que ella era inocente de las acusaciones de “conducta discriminatoria” que se le hicieron, pero su carrera y prestigio académico quedaron irremediablemente dañados.

En Chile, más recientemente, un profesor universitario expresó sus dudas sobre algunos de los efectos sociales que se asignan a la dolorosa crisis que nos golpea. Es cierto que, en este caso, las dudas del académico fueron expresadas en las redes sociales (y no en la sala de clases), pero igual, la universidad se apresuró a expresar públicamente su distancia con el profesor, en términos tales que éste decidió renunciar a su cargo académico. 

Son situaciones como éstas las que llevaron a un grupo de más de 150 intelectuales, académicos y escritores de muy diversas tendencias ideológicas, principalmente de los Estados Unidos, a firmar una carta (Harper’s Magazine) advirtiendo sobre el clima de intolerancia en el debate público que se está imponiendo en ese país, pero que en realidad está ocurriendo en gran parte del mundo occidental y, sin duda, está alcanzando a Chile.

Lo que ellos observan, con preocupación, es una especie de juicio moral sobre aquellas opiniones que disienten de posturas al uso, sea sobre justicia social, inclusión, o legitimación de la violencia para manifestar el malestar social. Expresar desacuerdo con tales posiciones no sería algo meramente equivocado o incorrecto, sino moralmente repudiable y sin derecho a expresarse en el ámbito público. Peor aún, quienes lo hicieren deben ser funados, repudiados y expulsados.

Es cierto que en las redes sociales la intolerancia y la odiosidad se expresan profusamente y que allí la agresión domina casi todo intento de intercambio civilizado; pero atención, aún en el denostado Twitter es posible encontrar jirones de encuentros cálidamente humanos. El mundo de las redes sociales es un mundo en desarrollo, sobre el cual no es posible aventurar aún un juicio definitivo.

Lo que no podemos aceptar, lo que en mi opinión es mucho más peligroso que la agresión en redes sociales es que en el ámbito de la universidad, en la academia, en instituciones en las que en su esencia misma está el respeto a las diferencias, se imponga la misma vociferación, la misma intolerancia que nos asfixia desde las redes, y desde la calle. En la universidad, no. Por favor no.

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