Opinión

Las autorizaciones de uso de las aguas y los usos productivos

Por Tatiana Celume, académica de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, U. San Sebastián

Hay muchos hitos en la legislación de aguas chilenas. La calificación de las aguas como bienes nacionales de uso público permitió que bajo su amparo se gestaran diversos modelos de gestión del recurso. Podemos afirmar que el Código de Aguas de 1951 no se condice con el de 1967 ni con el de 1981. Asimismo, el Código de 1981 no es el mismo que el de 2005 ni el de 2022. El legislador, en democracia, ha sido el intérprete de los cambios sociales, políticos y culturales que han ido tiñendo las modificaciones al régimen público de las aguas. Con la reforma al Código de Aguas de 2022, se reconoció que las aguas son polifuncionales y que no solo tienen un fin productivo, sino que también uno de subsistencia y uno de preservación ecosistémica. En este sentido, se priorizó el uso de las aguas para el consumo humano y el saneamiento y se protegieron los usos medioambientales.

Por su parte, los derechos de aprovechamiento que antaño habían sido considerados derechos absolutos, ausentes de cargas ambientales y perpetuos, pasaron a ser concesiones temporales, susceptibles de extinguirse por su no uso y de caducar por su no inscripción. Todo lo anterior bajo la lógica de ponerle fin al acaparamiento ocioso -y a la especulación- con los derechos, asegurando su uso efectivo y robusteciendo a la Administración con sendas facultades para intervenir en la redistribución de las aguas.

Sin perjuicio de que hoy los derechos de aprovechamiento se dibujen como prerrogativas limitadas que importan serias cargas a sus titulares, la Comisión de Normas Transitorias de la Convención Constitucional ha aprobado que todos estos pasen a constituirse en autorizaciones al tenor de la nueva Constitución, esto es, autorizaciones “incomerciables”. Está demás señalar que las autorizaciones, de por sí, son incomerciables, por lo que no era necesario reafirmarlo en el texto constitucional. Lo que conviene indicar es que estas autorizaciones no serían constitutivas de derechos, sino que se traducirían en un acto de mera tolerancia de la Administración que aprobaría o denegaría el uso de las aguas, pudiendo revocarlas sin necesidad de indemnizar a los particulares. Estos permisos o licencias de uso no se incorporarían en el patrimonio de las personas, no pudiendo los usuarios realizar negocios jurídicos respecto de ellos ni transmitir estos títulos a sus herederos.

En otras palabras, un agricultor no va a poder hipotecar estas autorizaciones para obtener financiamiento; una empresa sanitaria estará impedida de comprarlas cuando requiera satisfacer la demanda de consumo humano de la población; un usuario, cualquiera que fuere, no tendrá ningún incentivo en darle un uso eficiente y responsable a las aguas, optimizando su uso y desprendiéndose de aquellos caudales que no requiere; y, una minera no podrá arrendar autorizaciones a la comunidad para llevar a cabo su proyecto. En suma, la incomerciabilidad de estas autorizaciones hace ilusorio cualquier atisbo de mercado de derechos de aprovechamiento entregando la reasignación del uso de las aguas, en su totalidad, al Estado. Bajo esta lógica, se desconoce el uso productivo de las aguas sea éste de consumo humano, minero, agrícola o industrial, quebrantándose el principio de la polifuncionalidad de las aguas.

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