Lecciones que dejan las condenas en “caso Corpesca”

Audiencia para discutir sobreseimieto de Jaime Orpis del caso Corpesca

Era indispensable sancionar hechos irregulares, sobre todo si hubo cohecho. Pero sigue abierto el debate de si las fuertes restricciones para el financiamiento de la política son las recetas adecuadas.



El reciente fallo que condenó por delitos de fraude al Fisco y cohecho al exsenador Jaime Orpis, y por cohecho a la exdiputada Marta Isasi -todo ello en el marco del llamado “caso Corpesca”, empresa que fue condenada por soborno- cierra un complejo capítulo en lo concerniente a la relación de las empresas con la política, materia que en los últimos años ha dado pie a una serie de situaciones especialmente polémicas.

El caso que involucró a estos exparlamentarios y a la pesquera da cuenta del uso de mecanismos indebidos con el fin de financiar las campañas políticas -tal es el caso, por ejemplo, del indiscriminado uso de boletas de honorarios ideológicamente falsas con el fin de simular prestaciones y así obtener recursos de empresas-, algo que como también ha quedado demostrado en el “caso Soquimich” se trataba de una práctica generalizada -basta para ello constatar las numerosas rectificaciones tributarias que debieron hacer algunas empresas-, todo lo cual ha resentido la confianza ciudadana con el consecuente desprestigio de la política.

Pero el “caso Corpesca” presenta otra singularidad, pues al haberse acreditado el delito de cohecho se cruzó una delicada frontera, que no solo se limitó al financiamiento indebido de actividades políticas, sino con contraprestaciones de por medio, lo cual desde luego reviste especial gravedad. Era necesario entonces que desde el punto de vista judicial se enviara una señal clarificadora que desincentive este tipo de actuaciones y permita tomar conciencia sobre los peligros que reviste para la salud de la institucionalidad el que el dinero pueda llegar a condicionar el quehacer de funcionarios públicos.

Pero la arista judicial no debe llevar a perder de vista el tema que parece subyacer a todo esto, que es contar con reglas que permitan un adecuado financiamiento de la política sin que ello implique incurrir en irregularidades. Los escándalos conocidos llevaron en los últimos años a restringir mucho más los aportes de personas y empresas a esta actividad, incrementando el financiamiento estatal. Puede haber un cierto espejismo en creer que a mayor número de barreras desaparecerán los incentivos para prácticas irregulares, pero no es claro que ello sea así. En la medida que las donaciones a la actividad política por la vía de los canales institucionales se hacen cada vez más restrictivos, y los aportes del Estado probablemente son insuficientes para financiar campañas cada vez más costosas, en esa misma proporción se puede incentivar el tráfico de recursos fuera del sistema.

Es razonable que existan límites a los gastos en campañas y aportes a la política, pero la mejor forma de evitar estas influencias indebidas es que ello ocurra en un marco de total transparencia, sabiendo quién aporta y quién recibe. Ello permitiría una mucho mejor fiscalización, y las maniobras para defraudar el sistema probablemente perderían fuerza. Sin que se desincentive la posibilidad del oscurantismo, el problema de fondo no se resolverá, y avances como el que la figura del cohecho ya no requiera de contraprestaciones para acreditarse, seguirán siendo insuficientes.

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