Leviatán

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Las manifestaciones en el sector sur de Pudahuel se intensificaron el martes pasado.


La mayoría de los niños piensa que sus padres son invencibles, hasta que un día adquirimos conciencia de su vulnerabilidad. Ese día tememos por ellos y por nosotros. Y no son pocos los que buscan evitar ese temor anclando su seguridad en alguna otra figura de autoridad. Es, entonces, que la visión ideal del Estado y sus instituciones entra en escena.

El lenguaje de la soberanía, de hecho, nos acostumbra a imaginar al Estado como un dios mortal, un patriarca fálico, violento y todopoderoso, capaz de hacer y deshacer a sus anchas. Desde la izquierda a la derecha, todos esperan protección de este titán en uno u otro ámbito de la vida. Garantías, derechos, seguridades. Todo sostenido en la fuerza irresistible del soberano.

Chile se encuentra hoy en una de las encrucijadas más peligrosas de su historia, porque nuestro dios mortal se ha revelado vulnerable. Su poder se ha mostrado limitado e ineficaz. No es capaz de detener la violencia masiva sin violar derechos humanos. Y no está, por el momento, dispuesto a recuperar el orden mediante los medios tradicionales de la soberanía: el terror, la violencia sacrificial y el castigo ejemplar. Izquierdas y derechas, entonces, piden a gritos la reconstitución del "protejo y obligo". Unas demandan garantías imposibles, y las otras, violencias inhumanas. Y lo hacen como niños sentados en las faldas de un oscuro Viejo Pascuero. Creen, y no quieren dejar de creer, en el poder ilimitado del dios caído.

Frente a esta situación, se abren dos caminos: o reconstituimos un orden basado en un poder humilde, asumiendo todos que no volverá el patriarca y que somos ahora corresponsables por nuestros destinos, o reconstruimos al Leviatán por los medios de la soberanía. En otras palabras, o asumimos nuestra adultez definitiva, o dejamos que la violencia se haga cargo de deificar de nuevo al Estado mediante el bautismo de sangre a través del cual nacieron a la vida todos los estados modernos.

Nuestra disyuntiva es la de El señor de las moscas. Y, me temo, que hasta ahora, tal como en el libro, se han ido imponiendo los violentos, los gritones y los ególatras. Los adoradores de la bestia. El proceso constituyente es la posibilidad que tenemos para optar por el camino de la razón, pero su éxito depende de consensos civilizatorios previos entre quienes se sienten a perfilar las nuevas normas. Consensos que fanáticos como Fernando Atria, Luis Mesina o Gabriel Salazar, dominados por el deseo de dominar, no están dispuestos a reconocer. Y que sus contrapartes en la derecha, los que asumen que es imposible que los chilenos nos tratemos mutuamente como adultos, piensan que solo son propios de "países anglosajones".

El tiempo para asumir una posición se está acabando. Nuestros políticos, nuestros medios de comunicación, nuestras voces públicas y cada uno de nosotros, debe decidir si se la juega o no por crear un ambiente de diálogo en torno a mínimos civilizatorios que nos permita darle forma a un poder humilde mediante un diálogo racional. Si renunciamos a ello, el destino de nuestro país será el de los niños de El señor de las moscas. Solo que no seremos niños. Y los militares no llegarán preguntando de qué se trata todo esto.

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