Lo por venir



Lo peor está por venir” han repetido las autoridades en estos días; una frase que de algún modo resume el abrupto cambio de perspectiva impuesto por la pandemia. En efecto, la convicción de vivir en una realidad con ciertas cosas aseguradas, que hacía posible exigir y luchar por otras, ha quedado en un limbo. Hoy nada parece seguro, y es muy probable que ello sea especialmente traumático para una generación joven poco acostumbrada a lidiar con las frustraciones, convencida de que había soluciones simples a problemas complejos, que era solo cuestión de voluntad y de doblegar a los poderosos a través de la movilización e, incluso, la violencia.

La forma como se impuso el acuerdo para el proceso constituyente el 15 de noviembre respondió exactamente a esa lógica. El imperativo de postergar el plebiscito del 26 de abril fue, en cambio, la expresión de este nuevo entorno donde ya no estamos en condiciones de hacer lo que la calle o incluso la mayoría quiere. Hasta hace un par de días vivíamos en un país donde ni siquiera era posible obligar a un grupo pequeño de jóvenes a dejar de ocupar por la fuerza la Plaza Italia. Ahora estamos en cuarentena, con un sector de la población teniendo que solicitar salvoconducto para ir a la farmacia o al supermercado.

Frente a la gravedad de la emergencia, ante la convicción de que lo peor está por venir, y que las consecuencias no sólo sanitarias sino económicas y sociales serán enormes, dejó de haber espacio para una sociedad de derechos sin deberes ni responsabilidades. Al 99,9% de la población, que no somos expertos en epidemiología, nadie nos va a preguntar nuestra opinión sobre las medidas a tomar; nuestro derecho a opinar existe, pero no puede ni debe incidir en las decisiones que los especialistas sugieren a la autoridad. Lo mismo pasa con la opinión de los políticos, cuyas declamaciones tienen en este momento y por razones obvias mucha menor resonancia. Y a diferencia de lo que ocurrió desde 2011, cuando los jóvenes y en particular los estudiantes fueron convertidos por una sociedad de adultos culposos en interlocutores válidos incluso en materias de política pública, ahora nadie va a ir tampoco a preguntarles nada.

Pensamos que el crecimiento, las inversiones y la disminución de la pobreza estaban asegurados y, por tanto, era sólo cosa de subir impuestos y financiar derechos sociales; ahora volveremos a confirmar de una manera muy dura que nada está nunca asegurado, todo bienestar colectivo e individual requiere un esfuerzo permanente, compromisos y colaboración. La gratuidad no existe, alguien tiene que financiarla y para ello se necesitan recursos que surgen del trabajo de muchos.

En síntesis, lo que viene dejará secuelas muy dolorosas en Chile, pero entre las cosas positivas quedará un mayor sentido de realidad, un mundo donde ningún progreso podrá jamás declararnos inmunes a la incertidumbre.

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