Lo salvaje

Bombazo
El Labocar levantó evidencias desde el lugar del atentado. Foto: ATON


Es como si necesitara retornar cada cierto tiempo a la capital, para recordarnos que sigue siendo parte del presente. Violencia químicamente pura, en la forma de un atentado explosivo, que hace de cada transeúnte una víctima potencial. Hace unos años fue en una estación de Metro, ahora en un paradero del Transantiago. Lugares idóneos para que cualquiera pueda sentirse amenazado, que es el axioma matemático del terrorismo. En este caso, además, sin demandas ni objetivos precisos; sin reivindicaciones ni motivos aparentes. Un acto sin otra connotación que no sea develar algo que permanece oculto.

Signo o síntoma de esa parte nuestra condenada a seguir eternamente "tendiendo a lo salvaje", a la repetición obsesiva del pasado, a la necesidad del odio y el culto al resentimiento. Metáfora de un país que, en materia de violencia, es el reino del doble estándar, y donde el negacionismo que ahora algunos pretenden penalizar es el pan nuestro de cada día. Campeones mundiales en materia de relativizaciones éticas y políticas. ¿Será entonces una mera casualidad que esta epifanía de lo salvaje irrumpa poco después de que el consejo general de RN vuelve a ovacionar al "pinochetismo"? ¿O la misma semana en que un diputado de la República luce sonriente una polera con el rostro de un senador acribillado?

Es duro decirlo así, pero este atentado brutal tiene al menos un mérito: exhibe de nuevo el precio de nuestra incapacidad para definir los límites, las consecuencias del cinismo con que se aborda el problema de la violencia en Chile, respecto al pasado y en el presente. Y vuelve a confirmar que éste no es un asunto que concierna solo a la política, sino que se detiene también en la cotidianeidad de los paraderos de micros. La política lo alimenta, lo usa y rentabiliza, pero basta ver la jauría de fieras en que se han convertido las redes sociales para constatar que, de un modo o de otro, nadie es ajeno a esta realidad "tendiendo a lo salvaje".

Sin acuerdo sobre los límites, con vocación de negacionismo selectivo, relativizando los miedos y dolores del bando contrario, contextualizando la violencia, es muy difícil dar las señales de sociedad que este tipo de fenómenos requiere y exige. Los asesinos de Camilo Catrillanca merecen todo el rigor de la ley, pero también lo merecen los que queman tractores y escuelas en La Araucanía, y los que patean en el suelo a un carabinero en el paseo Ahumada. Pero esos límites, más allá de la obligada retórica, tienden a lo difuso.

Ahora saldremos a buscar a los autores de este atentado y puede que en algo sirvan de chivo expiatorio. Eso, si los encontramos, porque también es probable que no aparezcan nunca, hasta que vuelvan a hablar por sus actos. Cualquier día, cualquier hora y en cualquier lugar. Amenazándonos a todos, como si en el fondo fueran algo que llevamos dentro.

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