Los jóvenes y la crisis de autoridad

Han sido los adultos, y no los jóvenes, los responsables últimos de haber ido minando el sentido de autoridad y debilitando el cumplimiento de las reglas.



El 2022 ha estado marcado por un alza en los episodios de violencia estudiantil. Overoles blancos, bombas molotov, barricadas y quema de buses parecieran ser hechos frecuentes e instalados en nuestro diario vivir. La naturalización de estas dinámicas dificulta especialmente salir de ellas, mientras que la impunidad y la tolerancia frente a hechos delictuales hacen que la búsqueda de soluciones sea aún más difícil. Hay quienes han enfatizado que éste sería uno de los efectos de la pandemia. En cierto modo así parecen corroborarlo diferentes estudios basados en encuestas, así como las denuncias recibidas por la Superintendencia de Educación, en las que se observa un aumento significativo de establecimientos educacionales que perciben o han experimentado niveles de violencia peores a los del año prepandemia.

Sin embargo, estos hechos de violencia no parecen ser un evento circunscrito al contexto escolar, sino más bien una experiencia en diversos ámbitos de nuestra vida cotidiana. La misma actitud se puede percibir en la relación con carabineros, en la actitud hacia los profesores, y en general en las relaciones con personas que ejercen algún cargo o posición de autoridad, o que al menos es percibido como tal.

Según la socióloga Kathy Araujo es necesario un cambio de paradigma para poder hacer frente a esta crisis de autoridad. Para la autora, en Chile se habrían asociado los conceptos de autoridad y dominación, lo que conduce a percibir a la clase dirigente como las únicas personas que ejercen autoridad. Esta percepción es equívoca. Todos podemos ejercer autoridad en algún momento u otro. Nuestra sociedad pareciera haber olvidado que la autoridad es vital a fin de coordinar actividades humanas complejas, siendo por tanto un requisito indispensable de nuestra vida social.

Sería fácil atribuir la responsabilidad de estos comportamientos violentos o de indolencia ante la autoridad a los propios jóvenes; pero en realidad son los adultos los responsables últimos de que esto esté ocurriendo, donde producto de una serie de actitudes y malos ejemplos se ha ido mermando el sentido de autoridad en los más diversos planos y debilitando la importancia de cumplir con las reglas, acostumbrando a una generación a que ello no conlleva aparejada ninguna sanción.

Probablemente es en los colegios -estamentos fundamentales para inculcar los valores indispensables para la vida en sociedad- donde mejor se podría resumir el problema de la pérdida de autoridad. Así, ya es costumbre que los apoderados reclamen por cada decisión que adopta el colegio, viendo injusticias o actos arbitrarios sin mayor fundamento; un ambiente de permanente cuestionamiento al final deriva no solo en la creación de ambientes sobreprotectores, sino que también termina minando la indispensable autoridad de los docentes y los directivos de los establecimientos.

Más grave aún es que las agresiones a profesores han mostrado un preocupante incremento en los últimos años, pero no solo por parte de alumnos, sino también de los propios apoderados, que de esa forma manifiestan su desacuerdo con decisiones que ha tomado el establecimiento o el docente. El hecho de que la expulsión de alumnos que han quebrantado gravemente los reglamentos internos -como sería claramente el caso de la agresión- se torne cada vez más difícil, muchas veces gracias al concurso de tribunales e incluso de los propios padres, que no parecen ver en ello mayor gravedad; o que la repitencia de curso haya sido prácticamente desechada aun si hay un rendimiento académico por dejación propia, ponen de relieve que son los adultos, y no los más jóvenes, quienes han ido estableciendo normas y naturalizando conductas que alimentan esta suerte de anomia.

Por cierto que esto no se limita solo al ámbito educacional; en el plano cotidiano también se pueden encontrar variados malos ejemplos de ruptura de reglas que los adultos traspasan a sus hijos, ya sea dejando de cumplir las normas del tránsito, la violencia verbal o el “saltarse la fila”, una muy equivocada manera de entender la sagacidad.

Estamos viendo ahora las consecuencias de malas políticas, de malos ejemplos que han visto los jóvenes, y que han llevado a diluir el sentido de autoridad y apego a las reglas. El riesgo de este fenómeno no es solo presente, sino que también futuro. Si esto continúa, tendremos generaciones en las que la transgresión de las normas, la rebelión por defecto y el ensalzamiento de los propios impulsos por sobre todos los demás imperativos de la vida en sociedad se volverán habituales.

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