Maestro de maestros

Juan Rivano


El debate actual acerca de si conviene o no enseñarles Filosofía a los alumnos de 3º y 4º medio debiera quedar zanjado de inmediato tras la lectura de este volumen fuera de serie, en donde el filósofo chileno Juan Rivano aborda con cariño y erudición el pensamiento de Diógenes y Montaigne, al tiempo que trata con una lucidez tremenda –y un desparpajo que para muchos bordeará el sacrilegio– aquel grandioso y terrenal libro del Antiguo Testamento llamado El Eclesiastés. Los tres ensayos aquí incluidos constituyen verdaderas clases magistrales, y en casos extremos, si de arrear a los muchachos hacia la Filosofía se trata, bastaría con que un profesor del ramo repitiera como loro las reflexiones de Rivano para sorprender y seducir a cualquier audiencia. A lo que voy: quien sea que lea El Eclesiastés, Diógenes, Montaigne, comprenderá al poco andar que la difusión de la Filosofía no tiene por qué implicar sosedad, solemnidad o pedantería, sino, por el contrario, puede ser un ejercicio en que el humor, la introspección, la paradoja y la simpleza son la luz natural que alumbra el camino del saber.

Juan Rivano nació en Cauquenes el año 1926 y murió en Lund, Suecia, en 2015. Ejerció como profesor de Filosofía en la Universidad de Concepción y en la Universidad de Chile, eso hasta que en 1975 cayó en manos de la DINA. Luego de pasar por varios centros de detención, Rivano se exilió en Suecia, donde continuó practicando su profesión. Allá escribió los tres ensayos que nos conciernen. En el primero de ellos, el autor se pregunta: "¿Qué hace en medio de la Biblia esta pieza magistral de escepticismo, hedonismo, individualismo, cinismo, oportunismo, egoísmo, materialismo, nihilismo?". A partir de las lecturas y relecturas que emprendió Rivano del Eclesiastés, es fácil deducir que Dios quería algo muy distinto a lo que hoy nos predican en su nombre: quería que disfrutáramos del sexo, que acrecentáramos nuestras facultades mercantilistas, que aprovecháramos las bondades y los desbandes propios de la juventud. Una de las cuatro columnas del Eclesiastés, dice Rivano, es la moral, y ésta se expresa en que "el sumo bien consiste en el gozo de las cosas materiales mientras somos jóvenes: comer, beber, fornicar". ¿Qué alumno de 3º o 4º medio no se lanzaría de cabeza sobre la Biblia tras leer ese comentario? Y así, quizás, en vez de fumarse sus páginas, obtendría un mayor provecho del Libro Sagrado.

Diógenes, llamado "el perro" por sus contemporáneos, perteneció a la escuela filosófica de los cínicos, y es indudable la admiración que su pensamiento revolucionario, en cuanto a "rechazo de las convenciones", suscita en Rivano. La combinación entre lo serio y lo chabacano, el arte del insulto, la práctica de la parresia, que en la retórica clásica griega consistía en hablar con desenfado, son rasgos de Diógenes que al filósofo chileno le parecen memorables. Él mismo, sin ir más lejos, articula un párrafo magistral de parresia cuando describe el hastío que experimentó al visitar Grecia en calidad "de turista, de curioso y pobre diablo": nadie en ese país evocaba a la antigua Grecia de los libros, por el contrario, "me roban los choferes en el cobro, los vendedores me pesan por menos, los cambistas me miran con sospecha. (…) Me resultan tan vulgares, tan mezquinos y hasta dudo a veces que desciendan de esa raza extraordinaria".

A Montaigne, el más notable gentilhombre del Renacimiento, Rivano lo leyó tardíamente. Sin embargo, pocos autores contemporáneos han captado con mayor profundidad e inteligencia las enseñanzas del genio que, sin otra preocupación por delante, se encerró en su torre durante los últimos 20 años de vida a escribir sus celebrados Ensayos. "Espíritu ciertamente genial, siempre charlando de cosas que interesan, siempre tratándolas como al pasar porque no es para tanto, va y viene con sus autores queridos sin soltarlos ni por nada. Haciendo maravillas de lo pequeño, ironías de lo grande. Tiene su manera de tratar las cosas, los hombres, que nos deja pensando, sonriendo". Y, claro, luego de leer esta frase, uno comprende cabalmente la excepcionalidad de Juan Rivano, más allá de su alcance en cuanto a pensador de primera línea: a diferencia de tanto filósofo cargante que se expresa de manera pomposa, doctoral, enrevesada, nuestro hombre cultivó la escritura precisa y clara, la única que finalmente ilumina.

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