El mal de las víctimas

CelebracionPS
María Paz Santibáñez, Ricardo Palma Salamanca y Carmen Gloria Quintana, en la celebración del pasado sábado.


Esta es una columna difícil de escribir, porque trata sobre lo que para nuestra sociedad es sagrado: las víctimas. Como dice el antropólogo René Girard, producto de una distorsión de la revelación cristiana sacralizamos a las víctimas, deificando a las que nos parecen más cercanas y desacreditando a las demás. Tal como los antiguos con sus deidades locales, nos dividimos según nuestras víctimas sacralizadas y hacemos la guerra, ya no en nombre de la gloria o la fuerza, sino en nombre de ellas.

De izquierda, Lemún, Catrileo y Catrillanca. De derecha, los Luchsinger Mackay. De izquierda, Nattino, Parada y Guerrero. De derecha, Yévenes y Guzmán. Siempre los otros "no eran blancas palomas". Y así. La misma lógica se aplica a todo orden de cosas.

¿Existe una salida a esta dinámica? La hay, pero implica un sacrilegio. Es desacralizar a las víctimas. Devolverles un trato humano. Y si esto es difícil con los muertos, más lo es con los sobrevivientes. Especialmente cuando observarlos humanamente implica reconocer el mal de las víctimas, la corrupción moral de quien recibe daño.

La foto de la celebración entre Carmen Gloria Quintana, Ricardo Palma Salamanca y María Paz Santibáñez, quien la difundió, nos permite enfrentar este delicado tema. A Quintana los agentes de la dictadura le prendieron fuego y la dejaron agonizando en una zanja junto a su compañero, que finalmente murió. Su rostro es la marca viva del horror indesmentible que muchos negaron. Ella es una víctima sacralizada. Lo mismo vale para Santibáñez, a quien un carabinero, por la espalda y sin motivo, le disparó en la cabeza durante una protesta estudiantil.

Sin embargo, ellas, que son víctimas, son capaces de brindar con un asesino, con un victimario. De brindar por la impunidad de alguien que le disparó a un civil desarmado del bando contrario. Eso nos muestra, de golpe, por qué la mirada de la justicia no es la mirada de las víctimas. También nos recuerda que, como advertía Platón, quien recibe daño también es corrompido -de hecho, en eso consiste principalmente el daño-, pero menos que quien lo hace. El brindis de Quintana y Santibáñez refleja esta dolorosa verdad, tanto como la celebración de Hebe de Bonafini (a quien la dictadura argentina le secuestró y desapareció a dos hijos y una nuera) por el ataque a las Torres Gemelas.

¿Qué lección podemos sacar de esto? Que si se busca actuar con justicia, en cualquier plano de la vida, no debe hacerse desde la mirada de las víctimas, pues lo que se obtendrá será simplemente venganza envuelta en el fino papel de lo sagrado. Y el fin de la justicia no es reproducir la violencia sacrificial, sino detenerla.

A las víctimas, en suma, les debemos verdad y justicia, no veneración y complicidad. Pero eso no significa incomprensión. De ahí lo difícil de escribir estas líneas: cuando trato de ponerme en el lugar de Santibáñez o Quintana, entiendo lo que hacen. Me cuesta pensar que yo, en su situación, haría algo distinto. Pero sé también que está mal. Que refleja y agudiza un daño. Que no deberían rebajarse a brindar con un asesino prófugo. Explicar, después de todo, no es justificar. Y querer el bien de alguien jamás exige consentir en que se haga un mal.

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