Marzo, una prueba crítica para el gobierno

Presidente Sebastian Piñera tras reunion con ministro del Interior.
(Foto: AGENCIAUNO)


Cumplidos cuatro meses desde los acontecimientos del llamado "18-O", a partir del cual se desató un clima de fuerte efervescencia social, pareciera asentarse la percepción de que el país está lejos de haber encontrado una senda de estabilidad. Ello, a pesar de la nutrida agenda social que se encuentra en marcha -que ha implicado un sustancial aumento del gasto público- y del "Acuerdo por la paz y la nueva Constitución", en noviembre. Ante el advenimiento de marzo, llama la atención que se hayan multiplicado las voces que alertan sobre una posible reactivación del clima de violencia, que rememoraría las complejas jornadas de octubre, lo que está alimentando un creciente clima de tensión e incertidumbre.

Aun cuando en estos meses de verano los episodios de violencia han disminuido -sin perjuicio de los bochornosos intentos de boicot en contra de la PSU-, en ningún momento han cesado del todo, y en algunas zonas -tal es el caso de Antofagasta- han continuado ocurriendo hechos de especial gravedad. Esta semana, Santiago volvió a protagonizar episodios violentos, con saqueos en algunas zonas, intentos de quema de una estación de Metro y otras alteraciones del orden público. Sería precipitado concluir a partir de estos acontecimientos que la violencia volverá con fuerza a las calles de la capital, pero ciertamente estas señales no resultan auspiciosas.

Parece necesario reconocer que el restablecimiento del orden público sigue siendo una prioridad central, porque resulta evidente que sin ello todos los procesos institucionales, así como la normalidad básica del país, se ponen en entredicho. Las consecuencias de la violencia, por lo demás, ya están a la vista: cientos de miles de empleos perdidos, abrupta caída de la actividad económica, freno a las inversiones y pérdida de confianza en empresas y consumidores. La imagen internacional de Chile también se ve gravemente resentida, con fuerte impacto en la actividad turística.

Marzo no solo será el mes en que el gobierno conmemorará su segundo año de mandato, sino también constituirá una prueba crítica respecto de su solvencia y capacidad para asegurar el orden público, algo que mayoritariamente el país reclama. Sin duda, este parece ser el mayor reto político que el gobierno enfrentará desde el "18-O", y sus resultados probablemente marcarán el resto de la gestión.

Pero la cuestión central en juego va mucho más allá de cómo logre responder la autoridad frente a los grupos que deciden vulnerar el estado de derecho. En la medida en que la violencia se vaya naturalizando, y las diferencias al interior de la sociedad se empiecen a zanjar fuera de la institucionalidad, es evidente que el país ya no volverá a ser el mismo. Existe el riesgo de que se instale una "nueva normalidad" -así lo han advertido por estos días algunas reconocidas voces ligadas a la centroizquierda-, donde la inestabilidad o la falta de seguridad sea el rasgo predominante. No necesariamente implicará que el país se hunda, pero previsiblemente no recobrará el dinamismo que exhibió hasta hace solo algunos años.

El gobierno, como autoridad a cargo, constitucionalmente es el primer responsable de evitar que este vaticinio se haga realidad, pero el Congreso y los partidos políticos -en tanto engranajes centrales de la institucionalidad- son también corresponsables de que este objetivo se consiga. Las condenas sin ambigüedad a toda forma de violencia son un primer paso, pero no suficiente si a la par tienen lugar señales tan contradictorias como, por ejemplo, el uso irresponsable de las acusaciones constitucionales.

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