Más subsidiariedad

Vistas Santiago


Uno de los lugares comunes levantados por algunos sectores de la izquierda en medio de su desordenada campaña por el "Sí" es que sería imposible hacer reformas sociales en el contexto de un "Estado subsidiario". Sin embargo, tal afirmación carece de fundamento. La idea de subsidiariedad se refiere a que las instituciones intermedias (todas aquellas entre el individuo y el Estado) deben tener prioridad frente a la intervención estatal directa para hacerse cargo de los asuntos a los que se dedican. Y que, en caso de ser necesaria dicha intervención, ella debe ser habilitante. Es decir, orientada a devolverles la capacidad a esas instituciones para realizar sus tareas.

El satanizado principio de subsidiariedad no es, entonces, otra cosa que una exigencia de respeto hacia la sociedad por parte del Estado. Sus orígenes más remotos se encuentran, de hecho, en las demandas de protección y no interferencia de las comunidades judías del periodo del segundo templo dirigidas a los imperios dominantes. Es desde ahí que se transmitió, como idea, a la tradición cristiana, en la que se desarrolló de diferentes maneras.

La doctrina opuesta a la de la subsidiariedad es la del Estado soberano. Ella proclama que el poder del Estado no debe conocer límite alguno, y que toda organización social existe por gracia del soberano, y sólo en la medida y forma en que dicha concesión graciosa se mantenga. El pensamiento soberanista, representado por pensadores como Bodin y Hobbes, busca un orden social donde las únicas unidades relevantes sean el Estado y los individuos. Su origen más remoto está en el proyecto de divinización del emperador llevado adelante en Roma. Según Carl Schmitt, aquel fanático de Hobbes que creyó ver en el nazismo un camino de restauración imperial, se trata de recuperar la unidad político-religiosa pagana, estropeada por las doctrinas judeo-cristianas.

Es muy distinto, entonces, decir que nuestra actual Constitución no permite al Estado intervenir de manera habilitante y correctiva cuando es necesaria dicha intervención, que plantear que todo el problema constitucional se reduce a que el Estado es incapaz de hacer lo que quiera con la vida, la propiedad y las instituciones que no le pertenecen.

El llamado a un "otro modelo" donde, en nombre de los "derechos sociales", el Estado soberano pueda hacer uso de los cuerpos intermedios como si fueran de su propiedad, debería poner en pie de guerra no sólo a cristianos y a judíos, así como a municipios y universidades, sino a todos los gremios, asociaciones y organizaciones que se exponen a ser tratados, en palabras de Hobbes, como "gusanos en el estómago del organismo social". Y esto incluye, por supuesto, a los grupos étnicos cuya existencia como pueblo es incompatible con la idea de soberanía.

Si el objetivo del estallido social es construir un país más digno para todos, más pluralista y más respetuoso de las diferencias y los derechos humanos, lo que necesitamos es más subsidiariedad. Es decir, un Estado que sea un sirviente fiel de toda la sociedad y su pluralidad de instituciones, y no sólo de los más poderosos y los grandes capitales. En tal contexto,  el soberanismo -con su oferta de seguridad a cambio de esclavitud- es solo parte del problema.

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