Mojigatería progre

Sebastián-Piñera
Foto: EFE


El Presidente Piñera ha demostrado ser un buen cultor de lo que mi abuelo llamaba "el chiste chileno". Mi abuelo, que se crió fuera de Chile y que regresó a su país natal siendo joven, estimaba que tal artilugio constituía una desviación de otras clases de humor, pues se asentaba a menudo en la pachotada o en la intervención ligeramente atolondrada o desatinada. Ahora bien, cuando días atrás Piñera articuló la analogía de la minifalda, recurrió a una broma distinta al chiste chileno, a algo mucho más amable, ya que indudablemente apelaba a esa picardía que por aquí es tan común entre damas, varones y damiseles.

No faltaron, sin embargo, las severísimas hordas que alegaron a más no poder por los dichos del Presidente, de nuevo ese rebaño que desde hace un tiempo viene oscureciendo nuestros días, y por supuesto que nuestras noches también, bajo un manto de corrección moralizante, que por aquí hasta hace poco desconocíamos. El tema, lo doy por descontado, no tiene nada de gracioso: en cuanto a sociedad, avanzamos hacia zonas oscuras del comportamiento humano, zonas que hoy son minuciosamente analizadas por algunos psicólogos estadounidenses, que lidian a diario con aberraciones harto más graves que los deslices de Piñera.

La neomojigatería progre de nuestra época tiene un origen plausible en una famosa columna que publicó el año pasado la respetable psicóloga Lisa Feldman Barrett en el New York Times. Allí, trayendo a colación ciertas proteínas inflamables del sistema inmunológico, la experta en emociones planteaba que las palabras podían ser violencia; sí, tanto como un cachuchazo bien dado en la nariz (ése es el ejemplo con que ella inicia su argumento). La ecuación de Barrett, expuesta grosso modo, es que si las palabras pueden causar estrés, y si el estrés prolongado puede producir daño físico, entonces las palabras pueden ser una forma de violencia.

Con su columna, Barrett justificaba que a un payaso y provocador profesional llamado Milo Yiannopoulos se le impidiera dar una serie de charlas en diversas universidades estadounidenses. Yiannopoulos es un gay británico que fue editor en Breitbart News, y que, en consecuencia, adora a Donald Trump. Aquí vimos una situación parecida cuando a José Antonio Kast lo sacaron a trompicones de una universidad del norte.

El problema es que, sin duda, la dama verdaderamente violentada por esta oleada de acallamientos, denuncias y denuestos vendría a ser la libertad de expresión. El contraargumento que ofrecen los psicólogos que no comulgan con Barrett tiene bastante sentido, puesto que de partida apela a una lógica intachable: la investigadora arguye que si A puede causar B y B puede provocar C, entonces A puede causar C. Y ahí su error, dado que ello no establece que las palabras son violencia. Sólo establece que las palabras pueden producir daño, incluso daño físico, algo que nadie en su sano juicio osaría discutir.

La sabiduría antigua recomendaba todo lo contrario a lo indicado por Barrett. Los estoicos, por ejemplo, entendían que las palabras no causaban daño directamente; sólo podían producirle sufrimiento a quien estuviese dispuesto a recibirlas como una amenaza. Basta entonces de tanta histeria progre ante un chistecito cualquiera. Somos muchos, si es que no millones, los que ya estamos ahítos con tanta alharaca sin sentido.

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