El movimiento social secundario: ¿estudiantes violentos o violentados?

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El 6 y 7 de enero, en el primer intento de la PSU, jóvenes quemaron facsímiles y obligaron a suspender la prueba.


Vivimos, hace unos días, un hecho histórico.

La habitual cobertura de prensa sobre la rendición de la PSU, este año ofreció un giro paradigmático: un llamado a boicotearla.

Los matinales afirmaban que se trataba de un acto ilegítimo, rechazando con vehemencia el llamado a boicot, el ataque a los locales, el desalojo...

El análisis de la cobertura de estos acontecimientos, evidencia que, para justificar la ilegitimidad de los actos se necesitaba construir un discurso basado en el binarismo violentados-violentistas.

A través del ninguneo o la criminalización, los medios clausuraron la grieta que el movimiento secundario denunciaba: una promesa de derecho a la educación incumplida, donde los puntajes PSU, en nombre del supuesto esfuerzo individual del estudiante, continúan disfrazando las ventajas y desventajas de origen.

Este discurso binario tensiona dos posiciones del estudiante. Por una parte, construyen la posición de los violentados "aquellos jóvenes que querían dar la prueba". Por otra, se construye el discurso de rechazo sobre los violentos, donde se ubican un grupo minoritario que "de una forma dictatorial no lo permitió".

El problema son los efectos de ese binarismo, de esa asunción de lo propio y legítimo y  ese rechazo que requiere la construcción de un otro, en este caso los jóvenes, cada vez más temibles, desbordados y tiránicos.

Esas certezas clausuran aspectos fundamentales: ¿quiénes son esa mayoría que quería dar la prueba? ¿qué los moviliza a querer darla? ¿este acto de querer denota una preferencia? ¿de qué naturaleza sería esa preferencia?

Si ese acto es un signo deliberativo ¿qué racionalidad lo justifica? Y si por el contrario, es un acto de subordinación ¿se trata de una obediencia consentida? o ¿se trata de una subordinación coercitiva?

Lo que nos plantean estas preguntas es que no se trataría de una mayoría homogénea. No obstante, los medios la tratan como número, una mayoría contable.

Un ejemplo es la columna del periodista Daniel Matamala, en La Tercera del día sábado 11 de este mes, que valida la legitimidad de un movimiento por su representatividad dada por la mayoría.

Si la mayoría es el criterio de validación de nuestra sociedad democrática, conviene recordar a Hannah Arendt, quien plantea las dificultades de la aplicación del criterio de la mayoría en decisiones en que deben primar las razones y contenidos específicos.

¿Es razonable pensar que algo es legítimo solo porque la mayoría lo dijo? ¿Es el criterio de la mayoría el gran valor al que debe rendir honores nuestra democracia?

Matamala tiene errores no solo de forma sino de fondo. Dice "No fue un boicot, fue matonaje de unos pocos contra muchos", como si fuera posible decidir a mano alzada algo tan importante como el fundamento moral que el movimiento social devela, equiparando los valores democráticos a las mismas lógicas con que se transan los valores de mercado y donde prevalecen las lógicas del consumidor.

No hay que olvidar que esa mayoría se conforma por jóvenes, familias y escuelas que han sido disciplinados, vigilados y normados por formas de gobierno propias de las sociedades del gerenciamiento, sociedades que ya no controlan vía sometimiento sino que operan responsabilizando a los propios individuos, a sus familias y a las escuelas del acceso a derechos fundamentales como una educación de calidad, tratando como déficit individuales aquello que responde a los déficit estructurales de un sistema altamente segregado.

Este adoctrinamiento, heredero de la dictadura, ha operado en democracia bajo una lógica de regular la convivencia y la participación de los jóvenes por medio de prácticas disciplinarias de exclusión y marginación de aquellos que no se adaptan a lo que el sistema prescribe, que discursos gubernamentales y de prensa han contribuido a legitimar.

Así, el movimiento de los secundarios se construye mostrándolo como actos vandálicos y restándole credibilidad a través de su minimización "la iniciativa de unos pocos", la negación "esto no prendió" o la ironía "actos de redención o puro romanticismo".

Se constituyen como certezas, perpetuando estas mismas lecturas de siempre y socavando la posibilidad de emergencia de discursos alternativos.

El boicot a la PSU requiere ser leído como un acto inaugural.

¿Cuál es nuestro rol como sociedad para que aquello que se inaugure ponga en juego un discurso nuevo para repensar la infancia, juventud y participación?

Para esbozar algunas respuestas, es preciso incomodarnos e interrogar los saberes-verdad que se nos ofrecen como lecturas oficiales.

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