Mufasa


Se llama “legitimistas” a los pretendientes a tronos. Por ejemplo, cuando el de España quedó vacante en 1700 las potencias de la época tras enfrentarse lo concedieron a un nieto de Luis XIV, Felipe V, el primer rey Borbón que nos tocó. La dinastía hasta entonces reinante, la de los Habsburgo, quedó fuera de juego porque Carlos VI del Sacro Imperio no reinó sobre nosotros. A esa dinastía había pertenecido el fallecido Carlos II “el hechizado”, cuya legendaria autopsia reveló un grano de pimienta en lugar de un corazón y un carbón en vez de un único testículo. En el siglo XIX, cuando Fernando VII dejó a su hija Isabel II como su sucesora, alterando así la regla según la cual debía preferirse “varón más remoto a la hembra más próxima”, el partido carlista proclamó la opción de otro Carlos, el infante Carlos María Isidro, con varias guerras civiles como saldo.

En el siglo XX, tras cuatro décadas de dictadura, el decrépito Franco y sus atléticos asesores diseñaron la restauración de la monarquía. Quien tenía la primera opción al trono era don Juan de Borbón, que había vivido en el exilio y que finalmente la renunció en favor de su hijo Juan Carlos I, actual rey emérito. Optaba entonces, además, un sobrino suyo, el destacado esquiador Alfonso de Borbón y Dampierre, hijo del hermano sordomudo de don Juan, que había renunciado su opción preferente por discapacidad. Figuraba también Carlos Hugo Borbón-Parma, el heredero natural del casi extinto partido carlista. Aclamado por sus adeptos fue expulsado junto a toda la familia por “el Caudillo” en 1968.

Las dificultades del legitimismo pareciera que no atañen a las espléndidas repúblicas democráticas en las que todas estas opciones-recriminaciones, almacenadas por siglos, se disipan con una escueta y llana regla, la de mayoría de los votos. Sin embargo, a la democracia también la sacuden reglas, procedimientos, plazos. Y es aquí donde los fantasmas del legitimismo se cuelan en exorcizados salones. Un bonito ejemplo es el caso de las constituciones. Las más antiguas y regulares del mundo no gozan de esplendor democrático en su origen, pero sí de una -¡maldita palabra!- legitimidad acumulada en el transcurso del tiempo. Esa legitimidad buscan lograrla otras nuevas, pero ahora ciñéndose a los más altos estándares democráticos. Para esos estándares, por lo visto, ya no basta contar votos, sino que certificarlos en la boca de la urna, de suerte tal que sean los estándares de justicia los que precedan a la mera democracia, es decir -¡de nuevo!- los de una legitimidad adicional a la democrática.

Peligrosa vía la de la legitimidad, como lo muestra la pedregosa historia del legitimismo y, sin embargo, pretender que el debate borre toda alusión a ella equivale a intentar que se suprima la crítica gastronómica.

El hecho de que Reino Unido, Suecia, Países Bajos y Bélgica sean al día de hoy tan legítimas monarquías como democracias (no se sabe si por lo uno o lo otro) quizá demuestre que la legitimidad y el legitimismo no son lo mismo, pero tampoco antónimos.

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