No mentirás



Por Joaquín Trujillo, Centro de Estudios Públicos

La verdad es una antiquísima obsesión del ser humano que a tal punto define su calidad de homo sapiens que dicha calidad puede ser traducida como su biología para la verdad: por pensarla, por empuñar esa jabonosa cosa única entre tantísimas cosas asibles. En torno a la verdad han proliferado religiones, filosofías y ciencias, grandes guerras se han librado supuestamente por consolidar una verdad. El discurso que promueve la verdad a veces parece ingenuo, pero el que la desdeña es frívolo. La verdad es tan insoslayable porque su ausencia o, peor, su denegación, enferma.

La modernidad ha tenido una relación paradójica con la verdad: por un lado, se la define como una época en que se desconfía de las verdades autorizadas y en que se busca las no autorizadas. Por otra, como una que recurre de manera muy consciente a posponer la verdad, a darle una plasticidad estratégica. Las bolsas de comercio son un flujo vertiginoso de la sinceridad de los mercados que, sin embargo, navega sobre un fluido de conjeturas, especulaciones y, muchas veces, mentiras.

Así, la economía de la verdad atañe a la convivencia: se hace difícil tratar con veraces verborreicos, pero también con mentirosos sistemáticos. Ambos suelen ofender esa mentira blanca denominada amor propio, que no soporta que le digan lo que es ni tampoco que lo traten de tonto.

Tal vez no sea casual que el mandamiento recogido en el Sinaí diga: no mentirás, en lugar de: dirás toda y nada más que la verdad. Quizá porque decir la verdad permanentemente requiere un esfuerzo por conseguirla y propagarla. No mentir, en cambio, tiene algo de requisito elemental: significa que no podemos envenenar el mundo con imágenes distorsionadas del mundo.

La pregunta de Pilatos a Jesucristo: ¿qué es la verdad?, fue celebrada por Nietzsche como el mejor pasaje de los evangelios. Que el mismo interrogado haya aclarado que la verdad hace libres fue la respuesta antes de la herida. Quien dice la verdad se hace libre, ¿pero no necesita que se la reconozca como tal? Seguro que sí, pues de otra manera esa libertad bien puede ser la de la verdad solitaria, que ha sido una definición de la locura.

Cuando Albert Camus afirma que la libertad es el derecho a no mentir, explicita el carácter socialmente problemático de esa sentencia cristiana. Ese derecho es también un deber. Tenemos el deber de no impedir que se escuche la verdad o, al menos, permitir que pueda guardar silencio quien no quiera cantar en el coro de falsedades.

La definición de libertad de Camus es tan terrible porque parece asumir que el mundo no se funda en la verdad, o en su práctica más o menos regular, sino que en la mentira. La libertad es un derecho subversivo porque implicaría no colaborar. Pues para que cumpla su papel, la mentira requiere de muchísimos colaboradores, tantos, que con su gallinero pueda sofocar a la verdad, o acaso hacer imperceptible el elocuente silencio del solitario.

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