Columna de Max Colodro: Pandemials

Foto: Referencial | Agencia Uno.


Con la crisis sanitaria, toda una generación quedó en el limbo: aquella que en Chile nació y creció en democracia, que no vivió por tanto los rigores de la dictadura y se acostumbró a un nivel de desarrollo que incluso hizo posible aspirar a la gratuidad universal en la educación superior. Fue la generación de los derechos sin responsabilidades, protagonista del estallido social de octubre, que validó la violencia sin importarle que sus principales víctimas fueran los más pobres.

No logró “cambiar el modelo” pero ahora le toca conocer la versión amarga del “Chile cambió”: un país con niveles de pobreza y cesantía no vistos desde la década del ochenta, con ollas comunes, toque de queda y salvoconductos para poder salir de la casa. Un Chile encerrado, donde el contacto directo con padres, parejas y amigos se ha reducido al mínimo; donde la soledad, el estrés y el insomnio son parte de “la nueva normalidad” y asistir a clases sólo puede hacerse desde una pantalla.

Sin libertad, con la enfermedad y la muerte a la vuelta de la esquina, tendrá que cargar por mucho tiempo con las secuelas de este ciclo traumático. Hace apenas tres meses soñaba con echar abajo al gobierno, y ahora debe observar a una oposición forzada a negociar acuerdos con él. Criada en el voluntarismo y en la intolerancia, hoy se descubre completamente impotente para cambiar el curso de las cosas, sometida a un virus que, a diferencia de los adultos culposos, no les pregunta su opinión.

Han sido fieles exponentes de la cultura del odio y la lógica de las “funas”; la misma que hace unos días intentó hacer de Cristián Warnken y su entrevista al exministro de Salud un símbolo de “degradación”. Sienten recelo hacia el diálogo con los adversarios y ven a la moderación como una enfermedad senil que los incita a traicionar sus inamovibles virtudes. No creen ni respetan a la autoridad, hacen lo que quieren pero en estos días viven la extraña paradoja de no poder asomarse a la calle sin la debida autorización. Salvo que además decidan violar la ley.

Tuvieron la suerte de vivir en un país donde –a lo largo de tres décadas- la pobreza disminuyó desde más de un 50 a menos de un 10% y ahora ese país se terminó. Llegaron a creer que los recursos públicos eran ilimitados pero la actual emergencia los obligará a descubrir niveles de deuda y déficit fiscal que impondrán severas restricciones durante años. El sueño dulce de exigir alzas de impuestos para financiar derechos sociales quedó postergado por mucho tiempo.

Ahora, la gran interrogante de este dramático despertar es si al final dejará más racionalidad y moderación; la conciencia de que sólo un entendimiento nacional permitirá hacerse cargo de este nuevo mundo o, al contrario, todo este cúmulo de angustias, miseria y frustraciones será el combustible para más violencia, odio y destrucción. De algún modo, en esta pregunta se juegan hoy las claves del futuro.

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