Son las reglas del tablero político las que necesitan cambios

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La presidenta de la UDI, Jacqueline van Rysselberghe. Foto: Agencia Uno


El lugar de la política en una sociedad compleja y funcionalmente diferenciada es distinto al que tiene en sociedades más simples. Sigue siendo muy importante, pero su campo de acción se reconoce como acotado. Pierde su pretensión de totalidad. Cada vez realizamos más actividades que no tienen que ver con el sistema político, al tiempo que rechazamos su injerencia en otros asuntos.

Una sociedad pluralista no sólo implica más diversidad de opciones políticas, sino también un pluralismo en el valor relativo de los subsistemas sociales. La vieja jerarquía que le entregaba a la política un rol arquitectónico respecto a la totalidad del orden social se encuentra en retirada.

Esta pérdida de centralidad, sin embargo, no hace que seamos menos exigentes respecto a la política. Si bien pensamos que debe meterse en menos cosas, también nos parece que debe hacerlo de manera profesional y reflexiva. El político, que antes cumplía un rol de chamán, pasa a ser visto como un mero funcionario muy bien pagado. Y se le exige como tal.

En tanto, esta pérdida de importancia relativa de es procesada por el sistema político como una crisis social. Emerge cierto tremendismo empapado de retórica y épicas recocidas, cuyo resultado suele ser simplemente empeorar la situación, intensificando el olor a farsa y simulacro que ya rodea a la actividad política.

Los nuevos populismos, en este contexto, representan tanto el desprecio por la clase política tradicional, enajenada y ensimismada, como una acusación respecto a sus deudas pendientes. Líderes como Trump u Orbán encarnan mucho más la rabia contra clases políticas anquilosadas y corrompidas, que pretensiones salvíficas a la Perón o a la Chávez. Representan el enojo popular, pero no pretenden, ni nadie les exige, ser el pueblo.

La demanda que pesa sobre quienes ejercen la política es entonces muy complicada. Deben aceptar su nueva importancia relativa, más humilde, y a la vez someterse a estándares de exigencia acordes a los del mundo laboral moderno. Deben concentrarse en lo que se espera de ellos -que no es poco en un mundo de clases medias emergentes- y, a la vez, hacerlo de manera más seria y profesional. Democratizarse y profesionalizarse.

El gobierno de Sebastián Piñera ha acertado, entonces, al tratar de convocar voluntades para modernizar la política. Es, sin duda, uno de los puntos más importantes de la pasada cuenta pública. Un acierto. Son las reglas del tablero político las que necesitan cambios. Ya no basta con cambiar las piezas. Todo político serio debería responder a este llamado.

El problema es que un cambio de tablero para bien dejaría a muchos de los actores actuales, y sus clientelas, fuera de la mesa. Luego, las resistencias serán también enormes. Ya vimos a una senadora y presidenta de un partido oficialista llamar "patipelados" a quienes demandan sueldos parlamentarios más acordes a la realidad mundial. Y ni hablar de la batalla por profesionalizar y darle algo de dignidad a la chacota millonaria que son hoy las asesorías del congreso. Que la actual clase política se eleve a sí misma por sobre sus miserias suena tan difícil como pretender levantarse a uno mismo tirándose el pelo. ¿Lo será?

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