Perú como distopía

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l Presidente peruano, Martín Vizcarra, tras su mensaje a la nación. Foto: Agencia Andina


Opiniones públicas en la prensa chilena e internacional habían interpretado como un dechado el procesamiento judicial de la alta clase política peruana. Confinar a todos los expresidentes y jefes de partidos envueltos en la trama Lava Jato -aunque sea preventivamente-, se había apreciado como un indicador indudable de lucha contra la corrupción. El halago, sin embargo, obviaba un hecho fundamental: la subordinación de principios constitucionales, como la presunción de inocencia y el debido proceso, al (des)ánimo popular peruano. Qué importa la legalidad, si la legitimidad popular socorre el ajusticiamiento anticipado. Conducta a replicar, según ciertos análisis, en Chile y otros países.

Nuevamente la opinión pública ha servido de justificación a la toma de medidas radicales y arbitrarias desde el Ejecutivo. Acogido a una interpretación muy discutible del marco constitucional, el Presidente Martín Vizcarra disolvió el Congreso por "obstruccionista" y desleal. El cierre es respaldado por un 84% de los peruanos, y un 70% cree que se actuó de acuerdo a la Constitución (22% opina que fue un golpe de Estado), según encuesta del Instituto de Estudios Peruanos. Vizcarra, con un subidón en su aprobación (del 40 al 75%), gobernará durante cuatro meses mediante decretos de urgencia y sin contrapesos (a la anulación del Legislativo se aúna el limbo del Tribunal Constitucional). ¿Es el escenario resultante un ejemplo a imitar en el vecindario? ¿Un presidente popular chileno podría ejecutar estas maniobras? ¿Saludarían los chilenos semejante cierre "popular" de un poder del Estado?

Chile y Perú pasan por debates públicos similares. El centro de la polarización ideológica ha migrado de la política económica a la política educacional. Los Ejecutivos y Legislativos se entrampan en conflictos altamente costosos, política y económicamente, pero su resolución difiere en magnitud por la fortaleza/debilidad de las instituciones respectivas. Mientras en Chile la acusación constitucional contra la ministra de Educación no pasó del susto para el oficialismo, en Perú, los últimos ministros del sector han renunciado a sus cargos por la ofensiva opositora (alguno, incluso, fue censurado). En Chile, el Presidente y la oposición persisten en el diálogo político para viabilizar un límite a la reelección congresal; en Perú, una reforma similar se aprobó por referéndum en contra de criterios técnicos. Los partidos chilenos aún influyen en la formación de corrientes de opinión, entretanto la opinión pública peruana cobra vida propia, por la incapacidad de sus partidos de procesar los desafíos de la acción colectiva respectiva.

¿Se apresta Chile a un futuro a la peruana, sin partidos enraizados y desbordados por demandas de representación política, como han interpretado algunos colegas politólogos? A pesar de los pesares locales, ese nefasto porvenir se resiste a aproximarse. Tal posteridad parece no sobrepasar, al menos por ahora, las distopías que reservamos para la ciencia ficción.

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