Populistas unidos



Disipado en algo el polvo que generó el aterrizaje forzoso de los últimos resultados de la encuesta CEP, tanto en el gobierno como para la oposición, comenzamos a contemplar una tendencia menos coyuntural pero más inquietante: el proceso de despolitización de la sociedad chilena.

Para algunos, se trataría de una materia que, lejos de preocuparnos, solo evidencia el triunfo de la libertad capitalista; es decir, aquel promisorio modelo de sociedad donde la deliberación colectiva cede frente a la importancia de las preferencias individuales. Sospechan de la comunidad o cualquier arreglo común que distorsione el orden natural dado por el mercado. De esa manera, y conscientes de que es un mal menor, relegan la actividad política a la solución de problemas cotidianos, confundiendo la acción pública con la técnica o reduciéndola simplemente a la gestión.

Para otros, la despolitización es un síntoma de dominación. Por lo mismo, la institucionalidad vigente es un instrumento destinado a amansar el dolor y rabia por la injusticia y marginación que muchos padecen, a quienes se embauca en una falsa apariencia de participación, donde las elites políticas y/o económicas se distribuyen el control y el poder, en un simulacro que llaman democracia. Puestas así las cosas, el primer instinto es a procurar mayores niveles de organización y movilización fuera del sistema o contra él.

Ambas perspectivas, en apariencia contrapuestas, comparten rasgos distintivos de la acción populista: una distancia o desprecio por los símbolos de la esfera política (partidos, Congreso o gobierno); el desdén por las reglas del juego (sea porque son una intromisión o una limitación); un discurso que inicialmente se dirige a minorías fáciles de movilizar (por la vía de exacerbar sus miedos o frustraciones); la pretensión de censurar a quienes piensan diferente (mediante la invisibilización o la violencia verbal); para inevitablemente coincidir en que el espacio de la política -como el Estado, la democracia o las elecciones- son solo un medio para posteriormente jibarizar nuestra institucionalidad o transformarla de manera radical.

Y por supuesto que todo esto resulta más sexy que la letanía de las posiciones menos extremas, las que por alejarse del voluntarismo, extraviaron la voluntad; que pudorosos ante la porfía, dejaron de ser persistentes; o que por miedo a ser populistas, olvidaron la popularidad. Haciendo una postergada y sincera autocrítica por el pasado, quizás llegó el momento del coraje para defender una acción radicalmente moderada, institucional, transformadora y honesta, en cuyo testimonio se pueda reivindicar la inevitabilidad e importancia de la política.

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