¿Por qué estamos juntos?

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Jefes de bancadas de la oposición presentaron ayer el documento.


Cuenta una anécdota, cuyos detalles y contornos no recuerdo con precisión, que en una de las tantas cumbres que otrora organizaba la socialdemocracia internacional, Bill Clinton justificó su presencia invocando el principal elemento que aglutinaba a los líderes presentes: el tener a la derecha como el común adversario político. Y aunque esa frase fue pronunciada en el mejor momento de la Tercera Vía, ya a muchos nos pareció una condición necesaria pero no suficiente.

Traigo este episodio a la palestra, ya que las últimas desavenencias en la oposición pudieran ser una valiosa oportunidad para reeditar el debate sobre los requisitos de su unidad y volver a hacernos una pregunta siempre incómoda y difícil: ¿por qué estamos juntos? Y suponiendo que la respuesta debe avanzar más allá de nuestro desacuerdo con los valores y principios que inspiran a la derecha, me temo que no seríamos capaces de sortear con éxito las tres condiciones que justifican una coalición política programática.

En primer lugar, no tenemos un diagnóstico común sobre los profundos cambios que ha experimentado el país en las últimas tres décadas, como menos todavía de sus consecuencias, y para que decir de las virtudes y problemas que dicho proceso nos ha dejado. Segundo, y no necesariamente como consecuencia de lo anterior, tampoco hemos sido capaces de acordar los instrumentos para corregir sus injusticias o profundizar en sus bondades, generándose un vacío y silencio frente a legítimas demandas de la sociedad, para lo cual no tenemos respuesta. Tercero, y no por eso menos importante, se ha perdido la confianza y amistad entre nosotros. No nacimos ayer, hemos compartido una larga historia y, a estas alturas, dudo del reconocimiento mutuo que entre varios deberíamos tenernos.

Por supuesto que podemos seguir obviando esta pregunta, como quien se resiste a ir al médico para no enterarse de las malas noticias. También es más fácil ser presa de la inercia, excusándonos en la comodidad de evitar los cambios y así no perder las pocas ventajas de seguir haciendo política juntos. Otros, razonablemente, se declararán cansados o cuyo ciclo vital político ya no da para ponerse muy exigentes. Y habrá muchos que previsiblemente alerten sobre los riesgos electorales de abrir ahora este debate, como si el deterioro individual y colectivo no fuera cada vez más percibido por los ciudadanos que nos han ido retirando su confianza.

Creo sinceramente que es el momento de hacernos esta pregunta, más allá de las consecuencias que genere su respuesta. De lo contrario, no contentos con antes haber dilapidado el pasado de esta familia política, ahora nos encaminaremos a hacer lo mismo con su futuro.

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