Putin por cuarta vez

Putin


Hay la tendencia a comparar a Vladimir Putin, que acaba de obtener un cuarto mandato tras ganar las elecciones con tres cuartas partes de la votación, con los líderes comunistas que gobernaron su país hasta que en 1985 Mijail Gorbachov inició el lento proceso que derivó en el colapso del sistema.

Pero, aunque Putin fue agente soviético en Alemania Oriental y emplea métodos parecidos a los de los comunistas, su verdadera referencia son los zares que gobernaron antes de la Revolución comunista.

Durante el comunismo no había oposición, sólo disidentes. En cambio, en las últimas décadas del zarismo había, a pesar de la represión, muchas manifestaciones opositoras que compartían con las que se dan bajo el régimen de Putin la característica de ser incapaces de forzar la reforma del sistema, pero lo bastante amplias y recurrentes como para demostrar que el sistema no era perfectamente totalitario y resultar vulnerable.

En los meses previos a las elecciones rusas del domingo pasado, hubo muchas manifestaciones de protesta, varias de ellas alentadas por el activista antigubernamental de turno, Alexei Navalny, que como sus antecesores se la ha pasado entrando y saliendo de la cárcel y fue inhabilitado para competir en las urnas.

Navalny pidió a los rusos abstenerse de votar y no son pocos los que lo hicieron: la participación se situó por debajo del 70% que la campaña de Putin ansiaba explícitamente. Pero esos síntomas de descontento suelen frustrarse, como en tiempos del zar, por una maquinaria que no permite canalizarlos por una vía democrática. La oposición debe dedicar una gran parte de su tiempo a sortear obstáculos, desde la represión hasta las argucias legales, antes que a organizarse para luchar por el poder.

Esta frustración derivó, en tiempos del zarismo, en la Revolución. Eso no es posible en la Rusia de Putin porque la oposición no es revolucionaria y porque el contexto social no apunta en esa dirección. Pero también es cierto que la historia rusa demuestra que los regímenes autoritarios o incluso los totalitarios han acabado desfondándose por su debilidad intrínseca después de un largo desgaste.

Putin lleva 18 años en el poder. Los primeros fueron los de la imposición del orden y la lucha contra el terrorismo checheno tras el caos que siguió al derrumbe comunista. Luego vinieron años de gran bonanza petrolera, que ayudaron a crear una clase media amplia y simpatizante del régimen, bajo un nacionalismo mediante el cual Putin revivió el orgullo de un país estaba humillado por la derrota comunista frente a Estados Unidos y Occidente. Más tarde vino el desplome de las materias primas, que afectó mucho a Rusia, pero ya para entonces Putin dirigía un sistema político aplastante. Además, la anexión de Crimea y la intervención en el oriente de Ucrania reforzaron el sentimiento nacionalista, tan fuerte en ese país.

Todo lo que ha sucedido desde entonces -la intervención en Siria, la participación encubierta en elecciones occidentales, el reciente enfrentamiento con Londres a raíz del envenenamiento de un ex agente ruso en el Reino Unido casi seguramente por encargo de Moscú- ha servido para consolidar la idea de que Rusia vuelve a ser una potencia que se hace respetar. Putin ha sabido también agitar el orgullo ruso exhibiendo ante el mundo un arsenal nuclear al que ha llamado invencible.

El zar del siglo XXI ya ha igualado el número de años en el poder que cumplió Leonid Brezhnev bajo el comunismo. Cuando finalice el mandato que acaba de darse a sí mismo con abrumadora votación, estará apenas a año y medio de igualar los años de reinado de Alejandro II.

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