Qué hacemos con el TC

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La sede del Tribunal Constitucional en calle Huérfanos.


Antes de reformar el TC, debemos analizar su situación actual y los problemas a superar, abandonando posiciones dogmáticas que surjan tanto de concepciones teóricas como de intereses particulares. Una revisión a su composición y atribuciones requiere evaluar la coherencia entre su práctica institucional y el contenido básico de un estado de derecho. No podemos empezar por defender cierto modelo de justicia constitucional, sino por evaluar el sistema actual. Veamos.

Decisiones recientes muestran cómo este TC ha tomado partido por alguna de las opciones en disputa en el debate legislativo, como si fuera una tercera cámara. Ello es patente en el control preventivo de la ley, donde importantes proyectos han sido modificados con intervenciones que tuercen la voluntad del legislador, a partir de una interpretación partisana de la Constitución. También lo vemos en el control represivo, por ejemplo, en causas sobre derechos humanos. Al obrar de esta forma, el TC vulnera su mandato constitucional y subvierte el valor democrático de la ley, forzando una decisión en favor de la minoría. Superar este problema requiere eliminar el control preventivo (en lo que parece haber acuerdo) y revisar el diseño de sus competencias, además de explicitar el valor democrático de la decisión mayoritaria y la presunción de constitucionalidad de la ley, incrementando el estándar exigido para invalidarla.

Con la reforma de 2005, siete de sus diez integrantes son designados por el Congreso y el Presidente, pudiendo elegir, junto a académicos y profesionales, a abogados/as destacados en la actividad pública, política (tres restantes son elegidos por la Corte Suprema, a través de audiencias públicas). Estas designaciones se verifican en la más absoluta opacidad, sin ningún control público ni estándares de transparencia: dependen de la sola voluntad de quien designa. Así, tres son designados directamente por el Presidente (en la práctica, cuentan con su confianza, aunque son inamovibles) y otros cuatro emanan de las cámaras; el alto quórum exigido para estos (dos tercios) requiere del acuerdo de los dos bloques tradicionales, "binominalizando" las designaciones, relativizando el estándar constitucional y trasladando las lógicas de la política partidista al TC. Es necesario un sistema transparente, público y abierto a la ciudadanía, que garantice la idoneidad e imparcialidad de las y los candidatos.

Por último, urge un régimen de responsabilidad, inhabilidad e incompatibilidad para las y los integrantes del TC, aplicable durante y después del ejercicio del cargo. Por ejemplo, las opiniones vertidas por ministros en informes en derecho, relativos a causas sometidas a su conocimiento, afectan la imparcialidad de todo tribunal, ya sean previos a la designación o posteriores al ejercicio del cargo. Mantener difusa la frontera entre las actividades profesional, académica y "jurisdiccional" perjudica la legitimidad del TC, pues la protección del interés público se ve amenazada por la satisfacción de intereses privados. Por lo mismo, este régimen debe contemplar mecanismos que hagan exigible la responsabilidad en el ejercicio de sus funciones; como todo poder debe ser controlado, no parece razonable que las y los ministros del TC estén exentos de los mecanismos de control ya contemplados por la Constitución.

Ahora, si no podemos garantizar ciertos estándares de publicidad, imparcialidad y transparencia, quizás lo más conveniente sea disolver el TC y traspasar parte de sus competencias a la Corte Suprema.

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