Ratas de laboratorio

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Colin Farrell y Barry Keoghan en El sacrificio del ciervo sagrado. Foto: Promocional


Aunque a estas alturas no signifique gran cosa, puesto que hasta los más exigentes festivales de cine tienen sus momentos de fuga y extravío, el Premio del jurado de Cannes al guion de El sacrificio del ciervo sagrado es revelador. Lo que se premió quizás, mucho más que una historia incontestable, redonda y convincente, es una ficción inicial que pone en duros aprietos el sistema emocional al espectador. La película de Yorgos Lanthimos, escrita por él con su colaborador habitual Efchimis Filippou, desarrolla el tema de la culpa, concretamente el de la negligencia médica, a partir de la venganza que podría tramar con extraños poderes en contra de su familia el hijo de uno de sus pacientes. La cinta no tiene nada de realista y se desarrolla en un contexto metafórico y en la misma burbuja en la cual el realizador sitúa casi siempre sus fantasías. Al menos así lo hizo en Canino, la historia de un padre que encierra a su familia en casa para evitar las contaminaciones del mundo moderno (el mismo tema de El castillo de la pureza del mexicano Arturo Ripstein) y después en Langosta, donde el protagonista era recluido en un siniestro hotel con la obligación de encontrar pareja en mes y medio bajo la presión de convertirse en animal si no la conseguía a tiempo. En su nuevo largometraje no hay reclusión, pero lo cierto es que la vida que lleva el cardiólogo está tan regimentada por códigos de clase y vacío espiritual que su cautiverio moral es similar al físico.

Lanthimos estira una cuerda de violencia moral que cineastas como Haneke, como David Lynch o Lars von Trier han tensionado ya muchas veces. Nada muy distinto de lo que también hace la serie Black Mirror con sus distopías tecnológicas. Al realizador griego le fascinan las incursiones relámpago a los dominios de la crueldad, terreno en el cual –según enseñó André Bazin- maestros como von Stroheim, Hitchcock o Buñuel instalaron varias de sus obras maestras. El lado desagradable de su trabajo, sin embargo, es que convierte la crueldad –revestida a veces de humor negro, a veces de absurdo, a veces de simple bobería cotidiana- en una industria que deja cero espacio de autonomía a sus personajes. En rigor no son más que ratas de laboratorio que, sin mayor complejidad, actúan en función de instintos primarios o de dilemas éticos desgarradores o imposibles. Con todo, es difícil sustraernos a la mala fe de sus manejos. Hay que reconocerlo: el tipo sabe manipular y sus películas son muy potentes en el arranque, aunque después gran parte de esa fuerza inicial se desvanezca. Es lo que ocurre cuando los directores tienen más ideas que mirada sobre el mundo y es lo que deja a su obra en una nave a lo mejor muy lateral del cine contemporáneo.

La culpa de la cual habla El sacrificio del ciervo sagrado remite a una noción del orden del mundo de matriz griega y arcaica, que está en la tragedia de Ifigenia y que desde luego no tiene nada que ver ni con el cristianismo ni menos con el derecho penal de corte liberal. Es una culpa que se expía con reparaciones misteriosas y reequilibrios atroces.

Alguna explicación tiene, posiblemente; el problema es que solo los dioses pueden saberla.

Se han dado miles de respuestas para establecer con alguna precisión el porqué vamos al cine. Lanthimos asume que vamos a sufrir, simplemente porque nos gusta sufrir. La suya es desde luego una simplificación. Pero, en alguna zona, acierta. Efectivamente hay algo de eso, aunque el tema por supuesto sea bastante más complejo.

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