Reducción de velocidad en zonas urbanas



La Cámara de Diputados aprobó por amplia mayoría el proyecto de ley que reduce la velocidad de vehículos en zonas urbanas desde 60 a 50 kilómetros por hora, iniciativa que también ha contado con el respaldo del actual gobierno. La justificación para esta medida es que con ello se podría esperar una sustancial reducción en el número de fallecidos en accidentes de tránsito, lo que estaría avalado por la experiencia internacional. Pero lo que aparece como una ley bien intencionada, no es difícil advertir que en los hechos representará una serie de dificultades prácticas -su sola fiscalización y los criterios que se aplicarán para estos efectos ya anticipan una permanente fuente de conflictos- y su sentido parece apuntar a una solución más efectista, sin que se haga cargo del problema de fondo, que es la escasa cultura vial que aún se advierte en conductores, peatones y ciclistas.

Es una obviedad que en la medida que se reduzca la velocidad de los vehículos, la probabilidad de que haya menos fallecidos aumenta. Pero siguiendo esa lógica, cabría preguntarse cuál es la razón para no seguir disminuyendo todavía más la velocidad de desplazamiento si acaso el objetivo que se persigue es bajar el número de fallecidos. No resulta evidente que la única forma de lograr bajar la accidentabilidad y el número de fallecidos sea reduciendo la velocidad, pues hoy en día existen nuevas tecnologías y equipamientos que logran niveles de conducción mucho más seguros. Así, por ejemplo, sistemas de frenos cada vez más efectivos, o sensores que alertan sobre la proximidad de personas o vehículos constituyen ayudas innegables, las que por lo demás están cada vez más masificadas y bien podrían formar parte de los futuros estándares que se exijan a los nuevos vehículos.

En el afán por aprobar rápidamente este proyecto de ley -que inicialmente había sido rechazado por el Senado- tampoco se reparó en que el cambio de velocidad implicaría una masiva modificación de señaléticas, cuestión que está siendo alertada por distintos municipios ante la falta de recursos para poder llevar a cabo estos cambios. Es una desprolijidad que aunque no de fondo, ayuda a relevar lo poco reflexionada de esta restricción.

La gran política de fondo debe apuntar a que los distintos medios de transporte que hoy inevitablemente deben convivir en la ciudad se armonicen bien y se fomenten hábitos de responsabilidad en la conducción. En ese sentido, es razonable que las licencias de conducir vayan asociadas a requisitos más exigentes para su obtención, y que la conducción imprudente, descuidada o temeraria cuente con sanciones mayores. Los peatones, responsables de una alta tasa de accidentes, deben también asimilar la necesidad de que crucen las calles en las zonas habilitadas, atentos a las condiciones del tránsito y sobrios.

Las motos y bicicletas, medios de transporte cada vez más utilizados, deben ser objeto de regulaciones más estrictas, tal que sus conductores asimilen que también son vehículos y por tanto sujetos a las mismas obligaciones en materia de seguridad. Es común advertir que las bicicletas carecen de luces de señalización, y sus conductores no siempre respetan la obligación de circular con casco, aumentando el riesgo de accidente o fallecimiento.

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