¿Cómo salió el recurso hermanito?

El juez Elgueta
El magistrado Emilio Elgueta fue suspendido de sus funciones en la Corte de Apelaciones de Rancagua.

Cualquier escritor de ficción quisiese inventar historias así, llenas de detalles bizarros pero también capaces de describir el funcionamiento de una sociedad completa en toda su pobreza moral.



Con todo el despliegue de los alcances políticos y legales acerca de la corrupción en la Corte de Apelaciones de Rancagua es posible que nos olvidemos de cómo nos enteramos del caso: el momento en que la PDI, al revisar la oficina del juez Emilio Elgueta, abrió a la fuerza un cajón que estaba lleno de objetos relacionados con la magia negra. Elgueta no solo tenía la foto con alfileres clavados de una miembro jubilada de la Corte Suprema sino que también guardaba un muñeco vudú al que le había amarrado billetes falsos y documentos de los dos fiscales (Sergio Moya y Emiliano Arias) que lo estaban investigando. Todo era más bien penoso y delirante, aunque se tratase de un delirio pobre, mezquino en sus alcances. Que Elgueta y sus amigos (los jueces Marcelo Vásquez Fernández y Marcelo Albornoz) fueran masones solo amplificaba esa pobreza y ese delirio, sobre todo por la misma tradición del secreto con la que la masonería parece ostentar desde siempre, un aura que ni los hilarantes videos que el ex ministro Jaime Campos (cuya cercanía ostentaba Elgueta) hizo como candidato a Gran Maestro de la Logia de Chile pudo disipar.

Nada qué hacer, los buenos casos policiales engendran su propia mitología y este lo es, quizás porque se trata de una trama amparada también en sincronías inesperadas. De hecho, cuando se filtró el contenido del cajón vudú también se supo que a Elgueta y a Vásquez los expulsaron de la logia en la que participaban (Albornoz renunció antes), cuya puerta aparecía anoche cerrada con candado en el reportaje que les dedicó Informe Especial. Hay más pues se trata de una esa trama cuya escalada exponencial incluye tráfico de anfetaminas, la foto de los magistrados investigados con el senador Juan Pablo Letelier en algún restorán, el hecho que bajaran a uno de los fiscales del caso un par de horas luego que el Fiscal Nacional Jorge Abott se juntase con Letelier, las designaciones truchas de parientes contraviniendo toda norma (la hija de Vásquez), las apariciones y desapariciones de los jueces en reuniones claves de casos emblemáticos como Caval y el del Arzobispado de Santiago, un sinúmero de pagos bajo cuerda y al contado; y el cameo de una banda narco dirigida por una mujer apodada "La Choclo". Eso sin contar, cómo no, líos maritales que incluían hostigamiento telefónico a una ex pareja con la que Elgueta había tenido una hija; misma mujer quien, entre otras cosas, habría tenido que padecer además que la mismísima señora del juez irrumpiese en su matrimonio. "Las voy a quemar a las dos. A ti y a tu hija, malditas", habría dicho la mujer en el evento para luego amenazar a la novia con dos cortaplumas y una botella de ácido, según reportó The Clinic el año 2014.

¿Mucho? Cualquier escritor de ficción quisiese inventar historias así, llenas de detalles bizarros pero también capaces de describir el funcionamiento de una sociedad completa en toda su pobreza moral. Por supuesto, lo que podría ser narrado como novela decimonónica a lo Blest Gana luce acá más bien como una mezcla entre Stephen King y Marcelo Mellado; acaso una conjura perfecta para ser narrada en un matinal, comentada por videntes y médiums y cacareada en paneles llenos de expertos en hablar en el vacío, en rellenar el aire dibujando figuritas de la nada.

Pero quizás hay algo más, mucho más interesante y que tiene que ver con el modo en que los involucrados conversaban en los mensajes filtrados que se enviaban. Porque no hay demasiada pompa ahí, más bien la familiaridad de una conspiración de asados, de conciliábulos pungas, de una intriga casi barrial. Basta releer las conversaciones que detallan las relaciones de todos estos personajes con el doctor Luis Arenas, oftalmólogo. El doctor, que traficaba anfetaminas por medio de talonarios de cheques médicos, recurrió a los jueces para que lo salvaran varias veces al punto que hasta logró anular, vía la corte, normativas de la Seremi de Salud. Arenas también era masón y amigo y doctor de cabecera de los jueces a quienes, por ejemplo, invitaba "a tomarse un cafecito" a su consulta para cerrar algún negocio.

Así, en manos de Elgueta y los suyos, la justicia era algo que se pagaba al contado y toda ley apenas una pantomina. Ahí, la masonería se presentaba apenas como lo que se había sospechado siempre que era: un lugar para el tráfico de influencias, otra red de poder en un país saturado de ellas. De este modo, la tradición laica que encarnó alguna vez ahora solo podía ser leída como un chiste, como el eco de una solemnidad (la del rito, la del misterio) que no guardaba grandes diferencias con el vudú funcionario de la pobre magia negra del juez Elgueta. Banalizado todo secreto, cualquier misterio de la masonería quedaba ahí roto, exhibiendo lo oculto como la parodia de una tradición. Para entenderlo, basta esta perla, rescatada de las conversaciones filtradas del doctor Arenas donde se refería al juez Albornoz, a quien describía como alguien "bueno pal gueveo igual que yo, si con él estamos en la logia, bueno él está un par de grados más arriba pero se le extraña porque no tengo con quién lesear".

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