Salvadoreños transplantados

Moronga


En el castellano de Centroamérica, la palabra "moronga" se utiliza para denominar a la prieta y, en jerga coloquial, al miembro masculino. En la novela de Horacio Castellanos Moya, el término alude al sobrenombre de un narcotraficante guatemalteco, moreno y rechoncho, y también al miembro masculino. Pero debido a que Moronga, o Don Moronga, como le gusta ser llamado al delincuente, no es un personaje principal, y debido a que el memorable profesor Aragón, que sí lo es, casi siempre actúa guiado por una lascivia incontrolada, resulta difícil establecer con certeza cuál de las dos acepciones fue la elegida por el escritor salvadoreño para titular su novela. Sea como haya sido, lo indudable es que estamos ante una obra descomunal.

La primera parte de Moronga aborda la vida de José Zeledón, un exguerrillero salvadoreño que vive legalmente en Estados Unidos. Entre las constantes rememoraciones a la salvaje guerra civil ocurrida décadas atrás en El Salvador (en su caso, el conflicto le reportó una horrorosa experiencia personal), Zeledón desarrolla una rutina pacífica y ordenada en un pueblo universitario de Milwaukee, trabajando duro en lo que venga. Sin embargo, el tipo rara vez se despega de una pistola y jamás abandona por completo un estado de paranoia asentado desde la época de combatiente. Hacia el final del pormenorizado relato de su cotidianidad, Zeledón viaja a Chicago para reunirse con un camarada de la guerrilla, quien le ofrece un trabajo que involucra al mencionado Moronga.

La parte que sigue trata, también en primera persona, aunque valiéndose ahora de un estilo diferente, mucho más florido y juguetón, la historia del profesor salvadoreño Erasmo Aragón, un personaje admirable, aunque él probablemente no estaría de acuerdo con este juicio. En su calidad de charlatán y libidinoso contumaz, Aragón desprecia con vehemencia el puritanismo sexual de los gringos, puritanismo que ha sufrido en carne propia como miembro de la facultad en donde enseña, ubicada en el mismo pueblito de Milwaukee que habita Zeledón. De hecho, a Zeledón le ha tocado vigilar a su compatriota, quien al parecer se ha enredado con la esposa de uno de sus patrones. Ambos personajes están a punto de cumplir 50 años y a ambos podrían aplicárseles las palabras del académico: "A mi edad la sospecha ya se había hecho coágulo en la sangre".

Aragón consigue una modesta beca de la universidad para viajar por una semana a Washington D.C. Allí planea revisar en los Archivos Nacionales ciertos documentos desclasificados por la CIA que guardan relación con la muerte del gran poeta y activista salvadoreño Roque Dalton, quien fue asesinado por sus camaradas en 1975 bajo la sospecha falsa de ser un agente al servicio de la Inteligencia estadounidense. Sin duda que las aventuras y desventuras por las que atraviesa Aragón durante los pocos días que se establece en un suburbio de la capital alcanzarían el estatus de picaresca fenomenal, si no fuese por un par de encuentros perturbadores, ambos causados por su rijosidad desatada, y por la presencia de una niña francamente satánica. Es allí en donde su destino comenzará a entrelazarse de manera dramática con el de Zeledón.

La paranoia individual y la súper vigilancia generalizada de nuestros días son dos temas desarrollados con insistencia en la novela por los narradores. Aragón, que en más de un rasgo permite recordar al propio Castellanos Moya, sentencia que "ésa era la tónica de la nueva etapa de civilización a la que habíamos entrado, ojos fisgones y fiscalizadores en todas partes". Zeledón y Aragón son seres trasplantados, contraculturales, marcados de por vida por la barbarie patria, aunque el primero asume el riesgo de la existencia diaria tomando prevenciones que el segundo se empeña en trasgredir. Temas clásicos en la obra anterior del autor -la implacabilidad de la violencia, lo irremisible del destino, la cura irónica- se funden aquí con algunos visos del género policial y con humoradas tan oscuras y sabrosas como la mismísima moronga.

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