A seis años de la muerte de Daniel Zamudio, ¿cuánto hemos avanzado en combatir la discriminación?

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El asesinato de Daniel Zamudio, motivado por su orientación sexual, impulsó la promulgación de la ley 20.609 o ley antidiscriminación. El objetivo inicial -que era combatir la ocurrencia de actos de odio de esta naturaleza- se perdió en los trámites legislativos. La  norma terminó siendo un instrumento poco efectivo a la hora de prevenir e incluso de sancionar actos de este tipo. Desde su promulgación, apenas 71 denuncias han terminado en una sentencia.

Desde sus inicios  este cuerpo legal ha estado en la mira por parte de quienes la impulsaron originalmente. La ley establece, entre otras cosas, que la carga de la prueba recae sobre el que denuncia el acto de discriminación –a diferencia de lo que ocurre en la mayoría de los países donde le corresponde al acusado probar que  la conducta nunca se cometió-. Por otro lado, establece solamente una multa de beneficio fiscal en lugar de establecer medidas reparatorias para el afectado. En fin, son muchas las críticas que –con razón- ha recibido y muchos los espacios para mejorar.

Sin embargo, lo que más preocupa es que la discriminación no ha llegado a convertirse en una prioridad en la agenda de los gobiernos. El Plan Nacional de Derechos Humanos, por ejemplo, que define la hoja de ruta del país en estas materias para los próximos seis años, no considera  a este tema en sí mismo y  toma en cuenta solo algunas acciones acotadas en relación a actos específicos de discriminación contra grupos particulares (por ejemplo, propone adecuar la capacitación de los equipos de salud a los principios de igualdad y no discriminación de las personas de la diversidad sexual,  realizar un estudio sobre la discriminación en el trabajo por motivos de orientación sexual y género, fijar un protocolo de actuación frente a toda forma de discriminación entre los funcionarios públicos, realizar un Estudio sobre  ello en el trabajo por motivos de orientación sexual y género).

Estas medidas claramente son insuficientes a la hora de avanzar hacia una sociedad que se funde en los principios de igualdad y no discriminación. Más aun, cuando a las formas ya tradicionales de discriminación que son propias de un país clasista y no respetuoso de su diversidad cultural, se suma el desafío del aumento explosivo de la migración. Nada estamos haciendo para evitar el surgimiento de sentimientos y conductas xenófobas que, una vez instalados en la vida cotidiana, difícilmente lograremos corregir. Es difícil imaginar un acto más nacionalista que el de tirarle la palta del completo al trabajador inmigrante en la cara. Y es difícil pensar en cómo la ley antidiscriminación o las acciones consideradas en el Plan Nacional de Derechos Humanos podrían haber evitado el actuar de este cliente furioso.

Sería un error pensar que el problema está únicamente en la ley antidiscriminación. Ésta solo se refiere al proceso judicial que se origina en un acto discriminatorio. Necesitamos mucho más que eso. Tal como lo planteamos en Espacio Público en nuestro informe de políticas públicas el 2016, necesitamos sentar las bases de una sociedad igualitaria donde la  tolerancia sea un principio transversal en el actuar y la agenda del Estado así como lo es la eficiencia en la utilización de los recursos o la transparencia. No basta con adoptar medidas específicas contra actos específicos respecto de grupos específicos. Se requiere que dentro del Estado opere un organismo encargado de transversalizar este principio y de velar por su consideración en cualquiera de las acciones que éste emprende. Finalmente, necesitamos políticas públicas y medidas efectivas para castigar cualquier acto que atente contra la idea de una sociedad de iguales.

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