Silban los cuchillos

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Simón Soto, guionista y narrador, recrea el mundo criminal de los años 40. Foto: Andrés Pérez


La primera novela de Simón Soto captura con vivacidad y reciedumbre el ambiente arrabalero que, a mediados de la década de 1940, constituía el día a día en el barrio Matadero Franklin. Matarifes, boxeadores, arregladores de carreras hípicas, truhanes, traficantes y hampones de diversa laya dan vida a este relato largo, plagado de acción, que propone una minuciosa recreación de los inicios de Mario Silva Leiva, el famoso Cabro Carrera, en el mundo delictual. La infancia y juventud de quien llegaría a convertirse en uno de los narcotraficantes más poderosos del continente, está aquí retratada a través de un sinnúmero de episodios breves que no siempre lo tienen a él como protagonista (en el libro el personaje se llama Mario Leiva).

Ello se debe a que la ambición de Soto va más allá de dar cuenta de una existencia fuera de lo común: valiéndose de una técnica narrativa convencional, simple y efectiva, en la que predomina la construcción de imágenes violentas por sobre la transmisión de sentimientos, el autor plasma en más de 300 páginas un cuadro de época convincente, en donde las especulaciones sociológicas, antropológicas o, en última instancia, paternalistas, no tienen cabida alguna. Dicho de otro modo: pudiendo haberse erigido como un juez moralizante de su propia obra, Soto rehúye la tentación y, en cambio, les da chipe libre a sus creaciones para que sacien sus bajas pasiones. Vale agregar que entre los principales personajes de la narración, incluso alguno que otro de carácter piadoso y espíritu decente, todos han matado a alguien al menos una vez.

Distinto es el caso de los matarifes, quienes "benefician" a los animales que llegan al Matadero con cierta ética laboral que no deja de ser admirable: "La sangre de los animales ya beneficiados corre hacia el centro del Matadero por el declive del piso de frío concreto, entre los pies descalzos de los matarifes, que trabajan de esta forma para no ensuciar la sangre que después será convertida en prietas. También lo hacen por respeto hacia los animales que se van, cuya savia corre desde sus venas hacia el Matadero para darle vida".

Matadero Franklin es una novela en la que la celebración de estar vivo cobra, por lo general, aires de bacanal criolla. La pobreza, al menos en lo que a condumios concierne, no es una amenaza visible: a cada instante, bajo cualquier pretexto, humean las cazuelas, se sirven los caldos de nuca, los cántaros con pipeño rebalsan, los vasos de aguardiente desaparecen de un solo sorbo y comienzan a rondar de mano en mano los frasquitos rellenos de cocaína. La algarabía de fondo tampoco falla: "Las cuecas vuelven a sonar con pandero, guitarra y acordeón".

Los capos del barrio son gente generosa, dispuesta a compartir sus riquezas y a premiar la lealtad con soltura de billetes. Pero aunque Miguel Leiva ejerció de pequeño el oficio de miliquero (recolector de grasa), "el mundo del Matadero no fue capaz de ejercer esa poderosa atracción que tenía sobre el resto de los niños y muchachos que vivían en el barrio; el Cabro estaba hecho de otra materia, y pronto la calle lo llamó y ya no regresó jamás a esas faenas". Luego de dejar atrás sus correrías como lanza en el centro de Santiago, Leiva se involucra en el arreglo de carreras en el Club Hípico bajo las órdenes del poderoso hampón Torcuato Cisternas. Así comienza su extensa carrera delincuencial, pero ésta queda excluida del relato, pues, como ya se dijo, aquí se trata sólo el comienzo.

Las pendencias y ajustes de cuentas son muy frecuentes en el desarrollo dramático de la novela, y comúnmente los asuntos se zanjan a cuchillazo limpio. Silban los cuchillos, se desgarran las carnes, vuelan ciertos miembros y corren litros y litros de sangre espesa. Matadero Franklin renueva así, con precisión, arrojo y talento, las bondades de un género imprescindible.

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