Lo ocurrido con la llamada Operación Huracán es especialmente desalentador ya no sólo para las instituciones involucradas sino para el estado de derecho y el país en su conjunto. Varios factores se salieron aquí de control. El más dramático, desde luego, es la sospecha de que la policía uniformada haya fabricado pruebas para imputar a gente inocente y torcer los caminos de la justicia. El Ministerio Público se forjó esa convicción sobre la base de peritajes que juzgó contundentes y tomó la decisión de no perseverar en la investigación. El problema es que Carabineros sigue insistiendo en que no hubo tal manipulación de pruebas y, como la fiscalía no es un tribunal sino un ente persecutor de acciones penales, se supone que tendría que ser la justicia la que finalmente determine cuál de las dos instituciones falló. Mientras eso no ocurra, es comprensible que el gobierno haya manejado el asunto con cautela, no necesariamente, como se ha dicho, con la intención de mediar -porque frente a un delito de ese calibre no hay arbitraje que proceda-, sino básicamente para los efectos de contener el daño a la confianza pública en dos instituciones que son fundamentales para el tinglado de la justicia en el país.

Al margen de estas consideraciones, el episodio, mejor dicho, el escándalo -en una arista ya no tan sustantiva pero que sin duda es importante- ha vuelto a poner en la agenda pública la conveniencia de restituir en las reparticiones del Estado grados de serenidad y prudencia comunicacional que son indispensables para que las instituciones puedan funcionar sobre una mínima base de dignidad. Las deserciones a este principio, movidas generalmente por afanes protagónicos y por una adicción al "faroleo" que mueve a muchos ministerios, jefaturas de servicio y organismos públicos a creer que si no están en los medios sus reparticiones simplemente no existen, ha estado causando estragos en diversas esferas de la vida pública.

A veces estos desbordes son veniales y no tienen mayores consecuencias. Da lo mismo, por ejemplo, que al director de turno de Salud del Ambiente se le ocurra en vísperas de la Semana Santa ir todos los años a tomarle el olor a las cholgas y merluzas del mercado para insistir que ahora la fiscalización sobre los productos del mar será más inflexible que nunca, en garantía -obvio- de la salud de la población. Está bien. Pero no hay cómo tomar en serio el ridículo ritual del caballero de delantal blanco paseándose entre los puestos del Mercado Central. También da un poco de pena el aguerrido funcionario de Transportes que en vísperas de los fines de semana largos ofrece el consabido punto de prensa en el peaje para decir que todo está preparado para la avalancha que se anticipa, no obstante lo cual -claro- es bueno que los automovilistas salgan y vuelvan temprano y sean generosos al calcular sus tiempos de viaje. En corto, la nada misma.

Ciertamente no son estos pasos de comedia lo que más molesta en el incordio entre Carabineros y los fiscales. El problema tiene bastante más fondo. Pero vaya que habría contribuido a orientar a la opinión pública alguna cuota de templanza o de mesura en las declaraciones que han estado formulando por estos días distintos personeros de las reparticiones involucradas. La opinión pública no sólo ha tomado nota de apreciaciones contradictorias y cambiantes. También ha existido un problema de volumen, como si la costumbre de hablar fuerte y golpeado les agregara un plus a las verdades invocadas. A menudo pareciera que las prioridades están, mucho más que en resolver los problemas de seguridad pública existentes, en ganar una hipotética guerra comunicacional cuyos retornos dejan al país donde mismo, si es que no peor que antes.

No hay que ser muy suspicaz para advertir que el frente comunicacional en el trabajo de las policías y del Ministerio Público se ha convertido en un área algo turbia o por lo menos limítrofe de manejos y negocios. Son un poco raros esos programas de televisión que muestran a nuestros carabineros y detectives en la pista de las truculencias de las películas de acción. Es preocupante la cantidad de trascendidos que llegan a los medios de investigaciones judiciales que están en curso sobre actuaciones o pruebas que supuestamente son secretas. Es cierto que a menudo son las partes las que filtran para favorecer sus propias posiciones, pero también se han visto casos donde no faltan elementos de juicio para inferir que los trascendidos provienen de las policías o de los propios persecutores. Hay que reconocer que desde que se puso al frente del Ministerio Público el fiscal Jorge Abbott viene haciendo un esfuerzo atendible por estabilizar el servicio y sustraerlo de la dinámica asambleística que, sobre todo a nivel de redes sociales, en algún momento lo capturó. Pero vaya que queda trabajo por hacer. Al final, para los efectos de la majestad del Ministerio Público, las filtraciones parciales y la opinología asociada a ella son tanto o más perjudiciales que el secretismo y la falta de transparencia.

¿Aprenderá el país algo de esta experiencia? ¿Cuánto le tomará a Carabineros recuperar la confianza si llegan a comprobarse las gravísimas imputaciones formulares, más ahora cuando está en curso la investigación a la impresionante maquinaria de defraudación que estaba enquistada en su organización y que operó durante años? ¿Tiene la fiscalía un plan B si sus acusaciones son erróneas? ¿Qué está pasando que la idea de justicia y estado de derecho se está desvaneciendo en La Araucanía a raíz de la impunidad en que siguen estando los casos de cientos de camiones incendiados y distintos ataques a las personas y a la propiedad? ¿Son las leyes las que se volvieron inoperantes, son las instituciones, son las personas las que están sobrepasadas? ¿Es todo el sistema el que no está a la altura de sus desafíos?

La verdad es que ya no queda mucho tiempo para tomar en serio la crisis. Llegó la hora de actuar. Con más energía y menos alardes mediáticos.