Turner y la precariedad

Turner


Las grandes obras de arte, lo son porque no se las puede reemplazar. Representan nuestros más altos estándares de excelencia y, como en Notre Dame de París, pueden llegar a encarnar un sentimiento patrio tras recorrer varios siglos. Constituyen la mejor expresión de un pasado que persiste.

Pero desaparecen o se dañan irreparablemente. Casi todas las estatuas de bronce de la Grecia clásica fueron fundidas. Lo que sobrevive no es sino copia helenística o romana posterior en mármol, y mucho se ha perdido con ello: técnicas, habilidades y refinamientos, como la práctica de retratar con maestría el cuerpo desnudo. Debieron pasar dieciocho siglos para que en el Renacimiento, Miguel Ángel lograra una excelencia en el arte del desnudo, suponemos que equivalente a la de Praxíteles. Sucedió algo similar con el saber filosófico acumulado, disperso después que decaen las antiguas ciudades griegas.

Y no es que esto se debiera necesariamente a guerras. Aunque cueste reconocerlo, la modernidad y el desarrollo, a los que con soberbia aspiramos, han destruido en el siglo XX más arquitectura valiosa que sus dos tremendas guerras mundiales. Palmira soportó siglos, no así el terrorismo del XXI.

De ahí que sea más que extraordinaria la colección de obras de J. M. W. Turner que la Tate Art Gallery ha prestado al Centro Cultural La Moneda. Como recuerda en el catálogo de la exposición David Blayney Brown, el curador de la muestra, si hubiese sido por Turner, este conjunto de acuarelas, dibujos y cuadernos de bocetos no habría llegado a nosotros. Lo estimaba material de ejercicio, experimentación y propio deleite, que solía mostrar a unas muy pocas personas.

Turner, además, no siempre concitó la admiración con que hoy cuenta. La reina Victoria creía que estaba loco y Jorge V, 33 años después de la muerte de su abuela, seguía pensando lo mismo. Desde Victoria la Corona ha tendido a ser sintomática de una cierta cultura media, pero incluso en círculos vanguardistas hubo resistencia. Según el crítico de arte, Clive Bell, marido de Vanessa Bell, hermana de Virginia Woolf, el pintor era un "after-dinner poet", para nada un plato de fondo. En cambio, Kenneth Clark, siendo director de la National Gallery, descubrió en 1939, en los sótanos del museo, veinte rollos de lienzos mugrientos, ignorados. Empezó a limpiarlos con esponja, jabón y agua hasta que reparó en que eran Turners, entre los más notables de la Tate. Se debe a Clark y a la Turner Society la actual apreciación del artista.

Son varias las razones, pues, que hacen peligrar obras admirables. La decadencia, las guerras, el progreso y los gustos, aunque esto último puede revertirse; si bien se requiere de sensibilidad y que los objetos sigan latiendo. A ese soplo inicial hay que agregarle, además de admiración, sumo cuidado.

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