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Se cayera o no se cayera ayer la acusación contra el exministro del Interior, igual como desenlace es triste para Andrés Chadwick, uno de los políticos más perceptivos y respetados de su generación A lo mejor estaba escrito que esta crisis debía tener un chivo expiatorio y, bueno, las circunstancias determinaron que fuera él. Eso no le resta gravedad al libelo de no haber evitado desde su cargo la violación de DD.HH. ni le resta tampoco patetismo a la infamia de ser expulsado por cinco años de la política, al menos de la política que se hace desde cargos públicos, espacio del cual él mismo se había salido hace tiempo y al cual difícilmente tenía ahora el propósito de volver. Por lo mismo, no es esto lo que más le duele al exministro. Lo que le cuesta digerir, más bien, debe ser que ayer se escribió la última página de su vida política, como figura de indudable conexión con el servicio público y que cumplió roles decisivos tanto en el perfilamiento de su partido, la UDI, como en la arquitectura de la transición política y de los dos gobiernos de Sebastián Piñera.

Así es la política y -lo sabemos todos-, esto es sin llorar. Lo que tenía que ser, ayer efectivamente fue. El gobierno en su momento no logró parar la acusación en la Cámara de Diputados y, aprobada allí, el resto era fatalidad. Chadwick, que fue durante años la cara más dialogante de la UDI, el mejor negociador de su partido y el hombre que era capaz -en esto consistía su talento- de convertir una olla de grillos o un saco de víboras en un espacio de lealtad y de confianza, no tenía en realidad por dónde salvarse en esta pasada.

En la biografía personal de los coroneles de la UDI, Chadwick fue el único de los reclutados que venía del otro lado del río. Había tenido simpatías por el Mapu antes de conocer a Jaime Guzmán y escapaba un poco al prototipo de chico mateo, ordenado, de chaqueta azul y peinado "a la cachetá", que fue en sus inicios la marca de fábrica de la dirigencia UDI.

Diputado por dos períodos a partir de 1990 y senador desde 1998 hasta el 2011, Andrés Chadwick le dio primero serenidad comunicacional al gobierno de Piñera tras protestas estudiantiles de ese año y lo salvó de la bancarrota política como ministro del Interior hasta el término de su mandato. Lo que hizo fue muy simple y, en lo básico, consistió en devolverle sentido y majestad a la política. En ese papel fue una revelación, porque, aparte de generar una relación de irrestricta confianza con el Mandatario, su primo, desarrolló también un especial talento para contener y controlar los sesgos más ansiosos y precipitados del carácter del Presidente. Después, Chadwick volvería a ser una pieza fundamental de la estrategia de Piñera para regresar a La Moneda el año 2018, pero poco tiempo después de eso, a raíz de la muerte del comunero Camilo Catrillanca y del colapso del prestigio de Carabineros, su liderazgo dentro del gabinete se hizo más difuso, como si algo importante se hubiera quebrado para siempre en su interior, al menos en términos de optimismo.

Puede ser un dato duro para Chadwick haber sido sentenciado por un Senado que lo tuvo entre los suyos durante largos años y donde es obvio que cultivó genuinas amistades. Pero no hay que confundir los planos, porque esta acusación era otra cosa. Era política, y el libelo quedó sometido desde el primer momento a estas lógicas. Como se cuidaron de señalar algunos senadores, aquí no había nada personal. La observación recordaba una página magistral de Raymond Carver, que plantea que no está ni debería estar tampoco, entre los supuestos de la amistad, la exigencia de dar la vida por los amigos. Votar por Chadwick para los parlamentarios del arco opositor habría sido eso: un suicidio. Salvarlo a él e inmolarse ellos. Nadie debió haber esperado eso. De acuerdo: es una visión poco heroica de la amistad. Lo notable es que Carver plantea que, así y todo, es un sentimiento grandioso precisamente porque los amigos entienden que así es la cosa. De nuevo: esto es sin llorar.

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