Un cheque para todos



Por César Barros, economista

Estando en Noruega -representando a la industria salmonera de Chile-, me llamó la atención la respuesta del taxista a mi consulta sobre los partes de velocidad. En perfecto inglés -todos lo hablan- me explicó que el valor del “parte” era estrictamente proporcional al monto de los ingresos del transgresor. Mientras más pudiente el conductor, mayor era el monto del parte. Uno puede estar en contra de una política redistributiva llevada a ese extremo, o de su justicia. Pero detrás de ella hay un supuesto crucial: policías, jueces y otras autoridades de no tan alto nivel, conocen “on line” los ingresos y otros datos socioeconómicos de todos sus ciudadanos. Si no, ¿cómo lo harían?

Con ese grado de información cruzada, y con los ciudadanos -ya sea por tradición o compulsión- entregándola en forma disciplinada, hacer políticas “focalizadas” es relativamente sencillo. De hecho, las políticas de focalización del gasto presuponen tener información fidedigna, actualizada y fácilmente disponible sobre las personas.

Si nos vamos al otro extremo, un país 100% informal, donde la autoridad no sabe lo que cada ciudadano hace, cuánto gana, o cómo ubicar a las personas, menos aún sabrá cómo cobrarles, o cómo transferirles ayuda, y la focalización de transferencias monetarias se hace imposible.

Los EE.UU., siendo un país desarrollado, tienen en su “ethos” la sacralización de los datos privados. No tienen carnet de identidad, y sus datos son inviolables, salvo orden judicial autorizada. Para hacer transferencias monetarias a la población, en forma rápida y expedita, Trump -y ahora Biden- mandan un cheque por correo a todos los residentes legales del país. Todos lo reciben. Pero a fin de año, la IRS (nuestro SII equivalente) les considera dentro de sus ingresos anuales el dichoso cheque. Los que no declaran, esto es, los más pobres, aquellos sobre quienes no hay datos, los de las lagunas previsionales, mini Pymes, etc., reciben la donación sin pagar impuestos. La gracia es que es universal en su entrega, pero no universal en su recuperación.

Chile, en este sentido, está entre Noruega y Mozambique. Hay información, pero incompleta. Muchas veces obsoleta, y donde los afectados no ponen al día sus datos. Y el Estado tampoco. Esto lleva a que ante cualquier transferencia, los beneficiados deban hacer largas colas, llenar formularios “on line” -si pueden- o a manito nomás. Y aun así, las transferencias no les llegan a todos.

En Chile la informalidad es muy grande: cerca del 40% del empleo es informal, y un buen porcentaje del empleo formal subdeclara ingresos. Y es fácil deducir por qué: si reportan la paga oficial pierden numerosos subsidios. Es decir, existe en Chile un impuesto enorme a la formalidad.

En estas circunstancias, las políticas de focalización pueden ser muy ineficientes. Y en situaciones de pandemia, sumamente inadecuadas. Es preferible un cheque para todos, y después de alguna forma se “detecta” o atrapa a los formales y se les cobra un impuesto o se les pide devolución. Pero los informales -que son los más pobres- reciben su ayuda sin más trámite. Por eso “gustan” los 10%. Son rápidos, y se entregan sin mucho trámite. El reparto de transferencias monetarias es un tema, más que teórico, eminentemente práctico. ¡Si hasta Trump lo entendió!

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