Un hombre solo en el tablón



En medio de informaciones cruzadas sobre la pandemia, ajustes de presupuestos, torneos cancelados, jugadores de ascenso desalojados de sus pensiones o pérdidas millonarias, apareció un mi teléfono una vieja foto de 1985: arco norte del estadio Santa Laura, se forma la barrera de Unión Española esperando el remate de Luis Castro, de Naval. En el arco, Enrique Enoch da instrucciones a Fernando Astengo, quien alinea a Luis Rojas, Eduardo Geoffroy, Washington Castro, Ramón Peraca Pérz y Atilio Guzmán, entre otros. En el fondo, Santiago Gatica marca a Óscar Arriaza. Leonardo Belmar cubre el flanco derecho de la barrera. El partido se jugó el 6 de junio de 1985, hacía frío, la cancha, como tantas veces en Independencia, lucía el pasto disparejo y quemado, el marcador quedó igualado a tres.

En segundo plano, uno parado con un abrigo y las manos en los bolsillos, el otro sentado en el tablón con una gorra blanca, dos hombres solos miran el partido reconcentrados. Son una especie en claro peligro de desaparecer de las canchas, al borde de la extinción total: la gente que iba a ver el partido. No a una fiesta, no a sentir emociones, a no a vivir experiencias épicas, cumplir sueños o establecer sentimientos autoafirmativos, bastones de una aporrada y coja identidad. Era ese hincha del fútbol capaz de tomarse una micro, pagar su entrada, ver el partido con gusto e irse a su casa sin importarle ni ofenderle el vecino, el de la tribuna del frente o el de la camiseta distinta. A él le interesaba la habilidad del puntero derecho, la pegada del volante central, la velocidad del líbero o la seguridad de manos del arquero. Gritaba los goles que había que gritar y un par de insultos o expresiones de fastidio aparecían de vez en cuando. Las mismas que eran para propio consumo, sin intención de agredir a nadie. Por ahí encontraba un interlocutor casual, un vecino de tablón tan solitario como él, para comentar las peripecias del juego, el acierto de tal o cual cambio o la necesidad de darle una chance al flaquito que se asoma desde cadetes. Siempre en tono de diálogo, sin imponer ni aplastar.

Me identifico con ese hincha casi extinto parado en la grada, con las manos en los bolsillos de su abrigo. Fui él, interminables tardes de Santa Laura o el Nacional, bajo la llovizna, mirando el partido con calma, preocupado del juego y nada más que el juego.

Pero el recuerdo no es solo por esto: otro que pude ser yo hace tres décadas y media. La fuerza evocadora parte desde el hecho indesmentible que extrañamos eso, el estar sobre una tribuna viendo un partido sin más preocupaciones que lo que ocurría sobre el césped. Como me dijo un amigo: nos conformábamos con tan poco. Ese acto tan sencillo, ver un partido con tranquilidad y contenida emoción, es un acto imposible hoy. Miramos con nostalgia las viejas fotos donde todo parecía en su lugar, sin grandilocuencias, ni significados maximalistas. Todo a mano, a escala humana. Maravilloso. Citando al escritor Miguel Serrano, quien recordaba sus peripecias juveniles en el barrio Matta: “Quien vive en el Paraíso no lo sabe. Solo lo supo el que lo perdió”.

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