Un país en la anomia



El acuerdo “Por la Paz Social y una Nueva Constitución”, firmado en la angustiosa madrugada del 15 de noviembre, sigue vigente. Allí, la gran mayoría de los partidos representados en el Congreso (no todos, hay que decirlo) se comprometieron a implementar un camino institucional para recuperar la paz interna, amenazada por el violento fenómeno social de octubre. Quizás decirlo hoy constituye pura obviedad, pero aquí va: el acuerdo continúa vigente; no tanto por que vaya a ser la panacea a todos nuestros dolores, ni por que sea palabra empeñada que es necesario honrar. El compromiso sigue vigente, simplemente porque para enfrentar la grave crisis de octubre, es lo único que tenemos.

En aquel momento incierto, hoy suspendido, pero no superado, el acuerdo fue el único camino posible que el sistema político fue capaz de imaginar para salvar los muebles de un orden que se derrumbaba ante una imparable ola de saqueo, incendios y violencia.

Aunque vigente, cuando ceda la angustia de la peste, el acuerdo de noviembre será cuestionado. Ya hay señales. Lo más peligroso, a mi juicio, el argumento cada vez más extendido, de que ya no existe un orden, pues la anomia es nuestra nueva realidad; vivimos en una sociedad sin normas, los acuerdos no son vinculantes y la Constitución que nos rige es un “cadáver” (F. Atria). Algunos actores políticos oficialistas, por populismo o simple ignorancia, contribuyen alegremente a la demolición.

Defender el marco institucional, el imperio de la ley, y el diálogo como medio de alcanzar acuerdos, está siendo cuestionado. En reciente columna (Ciper), mi colega UC Juan Pablo Luna describe esta actitud como “ritualismo”. O peor, de representar un nefasto “radicalismo de centro, de fanáticos del diálogo y de los acuerdos”. 

La mera existencia de grupos indignados, individuos cuyo proyecto es la disrupción y la destrucción, se yergue como justificación moral para la anomia y para echar por la borda las normas de vida en común. A los “extremistas del diálogo” se les acusa de “no entender nada” de las necesidades de las personas.

Creo que esta exaltación de la anomia, unido al derribamiento o ridiculización de cualquier institucionalidad posible, será el más grave obstáculo para el cumplimiento del acuerdo constitucional (una institución en sí mismo). El sistema político debe conservar algún atisbo de legitimidad, la institucionalidad mínima necesaria para poder encauzar este camino. 

La anomia de algunos siempre genera anomia en otros. Asusta decirlo, pero en la historia ha sido así: si tú no cumples, yo tampoco. Y ahí está el nudo del peligro, la amenaza de algo que ya vivimos y que arrasó con nuestra institucionalidad por décadas.

Mi confianza, mi apoyo, así como sospecho el de la mayoría de los ciudadanos, está con esos “fanáticos del diálogo y el acuerdo”.  Por favor fanáticos (éstos, solo éstos), a no ceder.

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