Una casa para cada erizo



Por Juan Ignacio Brito, periodista

En 1939, Isaiah Berlin escuchó una frase del poeta griego Arquíloco: “El zorro sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una sola gran cosa”. Berlin masticó y desarrolló la idea hasta publicar en 1951 su ensayo El erizo y el zorro. Allí sostiene que, mientras aquel “relaciona todo a una visión central única”, a través de la cual “todo lo que hace y dice adquiere significado”, este “persigue muchos fines, a menudo sin relación e incluso contradictorios”.

Esa diferencia parece hallarse muy presente entre los 155 miembros de nuestra Convención Constitucional (CC). Uno podría pensar que la redacción de una Constitución requiere las habilidades del zorro, pues exige tener una visión panorámica sobre variados temas para adoptar definiciones básicas, regular la convivencia entre distintos poderes e instituciones del Estado y acotar el listado de derechos y obligaciones que condicionarán su acción. Al mismo tiempo, demanda capacidad para dialogar y llegar a acuerdos amplios con quienes piensan distinto.

Sin embargo, hasta el momento parece ser que una porción relevante, incluso mayoritaria, de los constitucionales posee más bien la mirada del erizo. La polémica en torno a las banderas que se instalaron a la entrada del ex Congreso es un ejemplo. Todas las enseñas, excepto una, confirmaban la predisposición hacia una política identitaria de nicho (opción sexual, pueblo originario, feminismo, regionalismo, etc.). En esa misma línea se inscribe la controversial exclusión del concepto “República de Chile” del articulado propuesto para el reglamento de la CC. Según quienes propiciaron la omisión, la idea era enfatizar que la Convención “es de los pueblos de Chile”, no de la “República de Chile”. Va quedando clara así una intención por hacer que la Convención Constitucional no sea la casa de todos, como se ha dicho, sino más bien la casa de cada uno.

La excepción es la bandera chilena, símbolo de la nación que pretende dar cobijo a todas las sensibilidades en su plena diversidad. Solo ella permite abrigar la esperanza de que la propuesta que surja de la Convención se ocupe del bien común.

El riesgo de una aproximación identitaria al proceso es que el documento evacuado por la Convención sea poco más que un pegoteo centrífugo e incoherente de las demandas particulares de sectores preocupados de aquella sola gran cosa que constituye su causa única. Un resultado de ese estilo significaría el triunfo de los erizos que, al menos hasta hoy, parecen empoderados para dirigir el proceso.

Una Convención Constitucional de erizos puede terminar proponiendo al país un texto de dudosa calidad y escasa viabilidad práctica. Si se pretende evitar un fiasco constituyente, resulta imprescindible que los zorros asomen la cabeza.

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