Venganza

Jorge Abbott
Foto: Aton.


Entendido de manera simple, el trasfondo de la discusión pública entre el Fiscal Nacional, Jorge Abbott, y el exfiscal Carlos Gajardo es el siguiente: Abbott piensa que hay que demostrar consideración, y puede que incluso compasión, hacia los parlamentarios involucrados en causas penales, dado que si pierden el fuero para enfrentar una investigación de la Fiscalía, pierden también su voto en el Congreso, privando así a todos quienes votaron por ellos de representación parlamentaria. El ejemplo que planteó Abbott es el del senador Moreira: fue electo por 50 mil votantes, y una vez desaforado por el escándalo Penta, esos 50 mil votantes habrían quedado huachos, despojados de la voz que los interpreta en el Senado. Contrariamente, Gajardo sostiene que los parlamentarios ya cuentan con suficientes privilegios -el fuero, sin ir más lejos- y que nadie ha de estar por sobre la ley. Gajardo renunció al Ministerio Público cuando vio que no había voluntad para conducir las investigaciones hasta las últimas consecuencias, que por supuesto implicaban castigo y escarnio, o, a falta de ambos, venganza.

Iván Moreira violó las leyes para convertirse en senador, no hay dudas, pero el asunto no debiera ocuparnos más allá de una consideración obvia, propia del sentido común, consideración que el Fiscal Nacional no tuvo en cuenta al defender con ínfulas tribunicias lo que él entiende por buen funcionamiento de la democracia. Si gracias a mi voto y al de otras personas un sujeto resulta electo diputado o senador, es bastante probable que las otras personas y yo no nos sintamos representados por aquel sujeto una vez que nos enteremos de que él o ella cometió delitos para alcanzar su escaño en el Congreso. Siguiendo el mismo hilo, lo que otros individuos y yo esperaríamos tras ver defraudada nuestra confianza no es precisamente conmiseración por un mandato que ya está pringado, sino, más bien, castigo, escarnio y, por qué no, venganza: a fin de cuentas, nuestro voto se degradó hasta ser un objeto de complicidad.

No ha de ser fácil estar en los pantalones de Abbott: por un lado pretende dulcificar ante sus subordinados la noción de que los parlamentarios no son iguales a todos ante la ley en razón del número de votantes que representan, y como si no bastara con ponerle frenillos a la atribución máxima de la profesión (investigar hasta las últimas consecuencias), también les pide que abandonen ese protagonismo mediático que a ellos tanto les complace, y que a nosotros, los consumidores de información, nos ha permitido descubrir una fascinante variedad de tipos humanos entre los fiscales, que va desde el igualito a un Salvador Dalí joven, pasa por aquellos que encarnan el desparpajo de Oscar Wilde en sus vistosos corbatones, y se extiende hasta quienes nos enseñan las últimas tendencias en el modelado del vello facial.

No es fácil la posición de Abbott, decía, porque está a cargo de una legión de funcionarios ambiciosos, ultra conscientes de su figuración mediática, más de 700 persecutores briosos que en cualquier momento, nomás les caiga una buena causa y respondan bien al desafío, se pueden tornar en levantiscos, dar luego un portazo a la Fiscalía, vengarse del exjefe y aspirar a puestos de mayor lucimiento, tal vez una diputación o una senaduría, vaya uno a saber.

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