Vértigo

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FOTO: AFP


Han transcurrido solo algunos días, pero ha pasado mucho. En un vendaval de acontecimientos y emociones, pareciera que lo único constante es que no habrá pausa. No hay tiempo que perder, dicen muchos; pero pareciera que tampoco lo hubiera para reflexionar, dialogar y actuar. Todo pasa muy rápido.

Está la premura por restablecer el orden público. La primera y más importante razón de existir del Estado moderno, es justamente monopolizar el uso de la fuerza socialmente organizada. Renunciar a dicho propósito o cuestionar su importancia, no solo muestra ignorancia, en la medida que desconoce la esencia del pacto social, sino también se constituye en una profunda irresponsabilidad, pues alienta el miedo de una mayoría hasta ahora silenciosa, pero cuya angustia podría devenir en acciones que solo escalarían la gravedad del escenario. Cosa distinta, y no menos importante, es que esa acción estatal se ajuste a la ley y que se materialice con el debido respeto a los derechos de las personas, denunciando y sancionando a los agentes del Estado cuando esos límites hayan sido traspasados.

Está la premura por mostrar que la clase dirigente sí entendió el mensaje. Y eso no se logra con la proliferación de perdones y arrepentimientos -en lo que ha sido un largo desfile de políticos, dirigentes gremiales y otros líderes de opinión, que se codean y compiten por relatar su diagnóstico y autoflagelo-, sino por la materialización concreta de algunos cambios. Se acabó el tiempo de las palabras. Lo que necesitamos es ver a una clase política que además de entender, pueda entenderse entre ella para resolver varios de los urgentes problemas que aquejan a las personas, pues solo después de eso podría recuperarse en algo ese mínimo de confianza que requiere todo diálogo. Por lo mismo, para nuestros parlamentarios, menos televisión y más Congreso; mientras que, para el Presidente, llegó el momento de cambiar a buena parte de su equipo, como ha anunciado; pues más allá de si las primeras medidas anunciadas eran las suficientes o más urgentes, y de la necesidad de aprobarlas en un breve plazo, necesitamos a un gobierno que sea parte de la solución y no del problema.

Y está la premura por no olvidar, ni menos naturalizar lo que ha ocurrido. Porque si logramos salir bien de esta coyuntura, esto habrá sido una advertencia final o la última oportunidad que se le da a una elite para pensar, actuar y cambiar. Porque si recuperamos el orden público y resolvemos lo que simbólicamente es más prioritario, estaremos al inicio y no el final de un proceso, cuya disposición al diálogo debería estar menos anclada en el miedo a la revuelta y la protesta, y mucho más en la comprensión de sus profundas causas, malestares e injusticias.

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