Violencia escolar y la deuda con el profesorado



Por Diana Aurenque, directora del Departamento de Filosofía Usach

Las últimas semanas hemos visto sucesos graves de violencia escolar. Estudiantes que se atacan entre sí o a sus docentes. El ministro de Educación, Marco Antonio Ávila, dijo que resolver esto será prioritario y que la “explosión” de violencia sería efecto de una “situación postraumática” del estudiantado.

Probablemente el ministro tenga razón. Pero, ¿cómo se afrontará este diagnóstico en las escuelas? ¿Qué significa para los profesores? ¿Deberán ser también psicólogos? ¿Puede cargarse al profesorado, que desde décadas antes de la pandemia, ha sido catalogado entre las profesiones con mayores índices de estrés y agobio laboral?

La pandemia ha sobrecargado a todos quienes trabajan en salud, y se les reconoce por su esfuerzo. No obstante, poco o nada se señala de los y las docentes que, de modo semejante, han intentado todo por conciliar sus trabajos y vidas con la realidad pandémica.

Chile tiene desde hace años una “deuda histórica” con el profesorado. Pero ella no solo afecta a quienes ya son muy mayores -una deuda injusta y vergonzosa. El país tiene otra deuda que crece con todos los y las profesoras más jóvenes, un pendiente con todo el país: la falta del compromiso del Estado por fortalecer la carrera docente. Esto no solo significa un aumento sustantivo de los salarios y las condiciones materiales para el ejercicio de las tareas educativas; implica, en paralelo, una revalorización y fomento por parte del Estado de la profesión y el reconocimiento de su rol clave en la construcción de un país mejor.

Ya no basta seguir apelando retóricamente a la importancia de los profesores. Se requiere de una política a largo plazo que incluya seguridades y estímulos laborales claros. No solo incentivar a los más jóvenes a estudiar Pedagogía mediante becas y gratuidad, sino terminar de una buena vez con la precariedad e incertidumbre laboral: prohibir la contratación de profesores entre marzo y diciembre (dejándolos sin sueldo durante dos meses), estimular con aumentos en la remuneración su perfeccionamiento y especialización, garantizar espacios de calidad para su descanso y, por último, pero tanto o más urgente, incorporar en su jornada laboral los verdaderos “tiempos” de su profesión. Porque el trabajo de los y las profesoras no se acota a las horas en el aula, sino que requiere de horas para la preparación de clases y materiales, la corrección de trabajos y pruebas, conversaciones con apoderados, horas dedicadas a la comunidad educativa y, como en todo, el tiempo para la gestión educativa. Todo este tiempo ocurre siempre, silenciado, y debe constituir al menos el 40% del trabajo docente.

Estas medidas, por cierto, no logran por sí mismas resolver los problemas de violencia escolar actuales. Pero sí, permitirán contar con un profesorado mejor, más sano, comprometido y preparado para educar a nuestros jóvenes.

Y con mejores profesores, lo intuimos, tendremos mejores estudiantes y eso significa, finalmente, no “contenedores” de saberes, sino personas más plenas y ciudadanos dialogantes.

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